Ayer morí. No fue gran cosa. Vinieron a despedirse unos desconocidos que adoraban mi obra como escritor. No sé cómo es posible si ni siquiera yo la entendí mientras estaba en vida. La cosa es que me convertí en un fenómeno de masas y no había quien levantara el freno de mano a mi trayectoria como escritor. Sin darme cuenta, ya estaba en la cumbre saboreando unos placeres que desde mi antiguo apartamento a las afueras de la ciudad no habría podido ni imaginar.
Yo era un don nadie, un peón de la más baja estirpe de fracasados, un pelele que vagaba por las calles intentando alcanzar ese sueño que muchos de mi generación quisieron rozar: sobrevivir a la crisis de un sistema que desde su creación estaba condenado al fracaso. Nuestro fracaso social era reflejo del fracaso económico del sistema. Y así estábamos, vagando por las calles, de bar en bar, buscando algo que nos sacase de la cuneta en la que nos encontrábamos. Algunos encontraron la salvación en el fondo de una botella; otros, en el impacto contra el suelo desde un puente; los menos, siguieron la corriente y encontraron un salvavidas antes de hundirse; y yo, escribí un libro en blanco.
Llevaba semanas sin escribir un relato. No es que fuera mi sustento económico, pero ganar un premio cada dos meses me aliviaba las heridas de las manos que, de tanto trabajar, se estaban extendiendo por mi cuerpo hasta deformarlo considerablemente. Como decía, llevaba varias semanas sin escribir ni una sola línea y la ansiedad me estaba empezando a corroer por dentro. Quería escribir y no sabía cómo empezar un nuevo relato. Me empecé a obsesionar con la idea de que mi talento – si es que alguna vez lo tuve – se había esfumado de la noche a la mañana. Ya no tenía más opción que dejarme caer con el resto y, con suerte, rebotar en el fondo con el nacer de un nuevo sistema.
Una noche, cuando volví del trabajo, me senté frente a mi mayor temor diario: el papel en blanco. Prometí que aquella noche sería la última. Si no salía nada lo dejaba; tiraría los papeles a la basura y asumiría mi condición de esclavo. Pasadas unas horas, el papel siguió en blanco y yo frente a él. ¿Qué me había pasado? Me encontraba tan vacío que ni una sola palabra resbalaba por mi bolígrafo. Medité durante unos minutos y decidí – quién sabe por qué – enviar aquel papel en blanco a un concurso. Las razones no las encontré ni en su día ni hoy, y no es objeto de esta carta post mortem aclarar lo sucedido aquella noche.
Pasados unos meses, cuando ya me había olvidado de aquella página en blanco y del concurso, recibí una llamada telefónica. “Ha ganado el concurso. Es la mejor obra que hemos recibido nunca. Esa página muestra el vacío en el que está inmersa la sociedad” me dijeron, entre otros halagos. Así que, al cabo de unos días, recibí el premio más prestigioso del país. Editaron mi relato y fueron vendidas miles de copias la primera semana. Decenas de miles la segunda. Cientos de miles el primer mes. Los “lectores”, arrastrados por la desesperanza, encontraban en mi página en blanco el reflejo de sus vidas. Eran felices descubriendo que su vacío se había materializado. Yo callé, no dije nada ni declaré ante los medios. Una página en blanco me parecía el peor relato jamás escrito. Era un insulto a la Literatura y a todos los escritores que, con sudor y sacrificio, habían sacado a la luz las obras que después muchos leímos con cierta envidia. Ahora yo había vendido en un par de meses más que cualquiera de ellos. Me avergoncé.
Cuando tomé contacto con las editoriales y comprendí cómo funcionaba el juego de la venta de libros, decidí escribir mi primera novela. Fueron 456 páginas en blanco. La acogida, como era de esperar, fue grandiosa. Me convertí en el escritor más vendido de la historia. Prácticamente en cada hogar había un ejemplar de mi primera novela. No tenía título, ni portada. Sólo aparecía mi nombre en la primera página.
Después llegaron más novelas, todas en blanco aunque variando el número de páginas. Años más tarde escribí una saga de veinte tomos blancos que me catapultaron a la fama mundial. Me convertí en el icono de toda una generación y los escritores noveles intentaban imitarme sin éxito (sus páginas en blanco no transmitían lo mismo que las mías). Después llegó la lluvia de dinero, la prensa rosa, las mansiones y los excesos. Viví los mejores años de mi vida ignorando que aquellas páginas en blanco no eran más que la esencia de mi vida y la del resto de personas que me rodeaban. Vacío. Vacío era lo que teníamos y a lo que aspirábamos. Ya no nos quedaban los sueños que en su día intentaron llenarlo, sino la simple aceptación del fracaso.
Una noche de invierno, después de acabar la novela en la que estaba trabajando (una historia en blanco de 210 páginas), salí a la calle para que me diera un poco de aire fresco. Llevaba horas eligiendo un blanco para las páginas y necesitaba fumarme un cigarrillo antes de irme a dormir. De repente, mi mirada se posó en una silueta. Estaba apoyada bajo una farola y, a juzgar por la orientación de su cabeza, no me quitaba el ojo de encima. Supuse que era un admirador que había descubierto mi lugar de residencia, así que no le di más importancia y me di la vuelta. Cuando prendí el cigarrillo, escuché unos pasos rápidos cerca de mí. No me dio tiempo a girarme cuando ya tenía un cuchillo clavado en la espalda. Caí al suelo. Lo último que sentí fue el roce de unas páginas en blanco sobre mi cara. Aquel extraño individuo había lanzado hojas blancas sobre mi cuerpo a punto de morir. Antes de cerrar los ojos, un agradable pensamiento vino a mí: aquella persona era la única que había entendido mi obra.