El señor de las moscas no es un libro para niños.
William Golding (Reino Unido, 1919 – 1993) construye una parábola sustentada en un grupo de niños aislados en una isla desierta, muy al estilo de Julio Verne. La diferencia con Verne reside en que Golding no hace del aislamiento un relato de entretenimiento pasivo, sino una brillante reflexión en la que el lector tiene que leer entre líneas el verdadero significado del texto.
Los niños – de edades comprendidas entre los cinco y los doce años – se organizan inmediatamente de forma jerárquica, eligiendo a un jefe, Ralph, y repartiendo las responsabilidades que consideran necesarias (cazar, fabricar refugios, mantener viva la hoguera…).
Pasa poco tiempo hasta que el jefe de los cazadores, Jack, se enfrenta a Ralph con el fin de arrebatarle el liderazgo. Se produce así una disputa en la que los niños deben escoger el bando que les representa. Por un lado está Ralph, líder elegido democráticamente por poseer una serie de virtudes que Jack desconoce (educación, empatía, inteligencia…), y por otro está Jack – el jefe de los cazadores – cuyo único objetivo es cazar, comer y divertirse. Los niños deben elegir qué líder les va a representar. Finalmente, el grupo queda dividido en dos y, poco a poco, todos los niños acaban por irse con Jack, que promete carne en abundancia y fiestas evasivas.
Los niños comenzarán a ser el reflejo de una sociedad desligada de todo tipo de valores, comportándose como seres carentes de sensibilidad. La organización y el espíritu de supervivencia serán olvidados, prevaleciendo un divertimento evasivo que recuerda demasiado al de las sociedades capitalistas. La voz racional de Ralph será eclipsada por el fanatismo festivo del bando de Jack, que tras dominar a gran parte del grupo emprenderá una persecución contra todo aquel que no esté de su lado.
La rápida evolución de los conflictos no parece forzada por Golding. El lector exige esa evolución porque la ve natural; y eso es lo que asusta. Quizá lo que extraña es que sean niños los que pierden la inocencia, y quizás ésa sea la mejor manera que encontró el autor para demostrar la perversidad adquirida del ser humano. ¿Si fueran adultos nos extrañaría la historia? La respuesta es directa: no, no nos extrañaría que unos adultos abandonados en una isla acaben por dividirse y luchar entre ellos por el dominio de una tierra. Es más, la historia parece reproducir a la perfección nuestra historia como especie.
Algo que no puede pasar desapercibido en la lectura de esta obra es la introducción del miedo. El miedo juega un papel fundamental. El miedo es la herramienta que utiliza Jack para dominar a los niños. El miedo es el arma que utilizan los gobiernos para desviar la atención de los temas realmente importantes. Jack se comporta como un gobernante que tiene que mantener firme a su rebaño desconcertado (en palabras de Walter Lippman), no vaya a ser que piense y le de por sublevarse.
El final, aunque forzado, es brillante. Cuando la lectura está a punto de llegar a su fin, no puedes creer que en un par de páginas se vaya a producir el desenlace. Es muy forzado, insisto, pero la tensión que crea en pocas líneas lo merece.
El señor de las moscas no es un libro para niños. Para entenderlo primero has tenido que reflexionar acerca del eterno debate entorno a la frase Homo homini lupus. Después de leer la novela, seguirás sin saber si el hombre es un lobo para el nombre, o es el sistema el que nos transforma en lobos. El debate sigue abierto.