El silencio también es música
– He llegado a mi límite. No puedo soportar el dolor de cabeza que me producen esas imágenes: vírgenes desnudas, santos deseándolas tocar, mujeres acariciando la figura de un cristo desnudo… no puedo, de verdad, ya no puedo más. Me cuesta dar el sermón si en la primera fila se encuentra una mujer sujetándose la falda para que no sobrepase el nivel que impone la rodilla, o alguna niña chupándose delicadamente un mechón de pelo. No puedo evitar desnudarlas con la mirada y desear que su mirada y la mía se crucen aunque sólo sea durante un segundo.
– ¿Ha abusado de alguna mujer o niña?
– No, por Dios que no. Sólo las observo, imagino situaciones que pasadas a la realidad podrían arrastrarme a la cárcel; pero no, nunca he abusado de ellas.
– Lo temo. Cuando no estoy excitado temo convertirme en un pedófilo. Me da pavor ser un pedófilo y que la gente me señale por la calle. Tengo una reputación que mantener en el barrio, ¿entiende? Pero una vez que el pensamiento viene a mí me resulta imposible desprenderme de él; y llega la angustia, y el pensamiento se instala por completo y se repite constantemente, una y otra vez hasta que…
– ¿Por qué lo teme?
– ¿A qué se refiere?
– Si teme convertirse en algo, no tome el camino que le lleva hacia eso.
– Cuando estoy excitado soy otra persona completamente diferente a la que está viendo. Hago… ¡haría lo que fuera por apagar el fuego que me devora por dentro! Si tengo que buscar en la imaginación el recuerdo de alguna niña, lo hago, sin ningún problema.
– Después me siento culpable y juro que será la última vez. Pero al día siguiente me vuelvo a convertir en ese otro que no puede dejar de pensar en lo mismo. Atrapado en un bucle sin salida, las imágenes y los pensamientos me persiguen.
– Me resulta imposible alejarme de ellos. Imposible. Es como si al aceptarlos la ansiedad cesase. Pero no, me arrastran a otros pensamientos que, cuando los recuerdo en un estado normal, me parecen totalmente absurdos.
– Lo más angustioso es que en ese momento observo a mi otro yo, el pervertido, y me repugna. Mataría a todo aquel que se comportara como lo hago yo en esas ocasiones. Si viera cómo busco la mirada de alguna niña, algún descuido en su falda, un solo gesto que pueda interpretar como obsceno…si lo viera no me dejaría ni tumbarme en este diván.
– Si lo hago es porque usted es así.
– Ya sabe a lo que me refiero. Soy cura, no puedo permitirme tener esos desvíos sexuales. Sería normal sentir una ligera atracción… ligera, tan sólo. Lo mío es o blanco o negro; o estoy en un estado normal, como ahora, o en un estado de excitación incontrolable, entonces las imágenes se suceden una detrás de otra, y busco el alivio y me toco en cualquier rincón de la iglesia mientras observo desde la penumbra a las mujeres pasar, a las niñas jugar…
– ¿Qué intenta mirar?
– Nada.
– No siga, me incomoda.