Relatos freudianos II: TOC

El silencio también es música

–          He llegado a mi límite. No puedo soportar el dolor de cabeza que me producen esas imágenes: vírgenes desnudas, santos deseándolas tocar, mujeres acariciando la figura de un cristo desnudo… no puedo, de verdad, ya no puedo más.  Me cuesta dar el sermón si en la primera fila se encuentra una mujer sujetándose la falda para que no sobrepase el nivel que impone la rodilla,  o alguna niña chupándose delicadamente un mechón de pelo. No puedo evitar desnudarlas con la mirada y desear que su mirada y la mía se crucen aunque sólo sea durante un segundo.

–          ¿Ha abusado de alguna mujer o niña?

–          No, por Dios que no. Sólo las observo, imagino situaciones que pasadas a la realidad podrían arrastrarme a la cárcel; pero no, nunca he abusado de ellas.

Silencio

–          Lo temo. Cuando no estoy excitado temo convertirme en un pedófilo. Me da pavor ser un pedófilo y que la gente me señale por la calle. Tengo una reputación que mantener en el barrio, ¿entiende? Pero una vez que el pensamiento viene a mí me resulta imposible desprenderme de él; y llega la angustia, y el pensamiento se instala por completo y se repite constantemente, una y otra vez hasta que…

–          ¿Por qué lo teme?

–          ¿A qué se refiere?

–          Si teme convertirse en algo, no tome el camino que le lleva hacia eso.

–          Cuando estoy excitado soy otra persona completamente diferente a la que está viendo. Hago… ¡haría lo que fuera por apagar el fuego que me devora por dentro! Si tengo que buscar en la imaginación el recuerdo de alguna niña, lo hago, sin ningún problema.

Silencio

–          Después me siento culpable y juro que será la última vez. Pero al día siguiente me vuelvo a convertir en ese otro que no puede dejar de pensar en lo mismo. Atrapado en un bucle sin salida, las imágenes y los pensamientos me persiguen.

Silencio

–          Me resulta imposible alejarme de ellos. Imposible. Es como si al aceptarlos la ansiedad cesase. Pero no, me arrastran a otros pensamientos que, cuando los recuerdo en un estado normal, me parecen totalmente absurdos.

Silencio

–  Lo más angustioso es que en ese momento observo a mi otro yo, el pervertido, y me repugna. Mataría a todo aquel que se comportara como lo hago yo en esas ocasiones. Si viera cómo busco la mirada de alguna niña, algún descuido en su falda, un solo gesto que pueda interpretar como obsceno…si lo viera no me dejaría ni tumbarme en este diván.

–          Si lo hago es porque usted es así.

–          Ya sabe a lo que me refiero. Soy cura, no puedo permitirme tener esos desvíos sexuales. Sería normal sentir una ligera atracción… ligera, tan sólo. Lo mío es o blanco o negro; o estoy en un estado normal, como ahora, o en un estado de excitación incontrolable, entonces las imágenes se suceden una detrás de otra, y busco el alivio y me toco en cualquier rincón de la iglesia mientras observo desde la penumbra a las mujeres pasar, a las niñas jugar…

Silencio

–          ¿Qué intenta mirar?

–          Nada.

–          No siga, me incomoda.

En busca de Larry Adler

«Melodía mexicana»

Hace unos años entré en una vieja tienda de discos próxima a los cines Renoir, en Madrid. Allí, rebuscando entre tanto vinilo y disco de segunda mano di con un disco que nunca más volvería a ver y que en aquella ocasión no valoré lo suficiente. Su nombre no lo recuerdo, pero sí al intérprete: Lawrence Cecil Adler, más conocido como Larry Adler (EEUU, 1914 – Reino Unido, 2001). Después vinieron años buscando ese mismo disco (incluso en aquella vieja tienda) sin resultado alguno, como cuando tras la lectura de En busca del gato de Schrödinger (hace ya diez años), devolví el ejemplar a la biblioteca de mi barrio y nunca más volví a dar con él, ni en la biblioteca ni en las incontables librerías visitadas desde entonces, y puedo asegurar que en todas lo he buscado, dentro y fuera de España.

Conocí a Larry Adler cuando me dio por tocar la armónica, instrumento que él manejaba como si de una extremidad suya se tratara. Se colocaba la armónica entre los labios y con aparente sencillez se deslizaba de un extremo a otro al tiempo que moldeaba el sonido con la posición de sus manos. Verle tocar en directo debía ser todo un espectáculo visual y sonoro. A nosotros nos quedan algunos vídeos que podemos ver una y otra vez hasta hacerles perder toda espontaneidad.

A Larry Adler no le admitieron en el conservatorio alegando que su oído no estaba hecho para la música. Por eso aprendió a tocar la armónica de forma autodidacta y a los catorce años, si mal no recuerdo, ganó un concurso con tanta facilidad que se marchó de su casa en Baltimore para tocar en locales nocturnos de Nueva York. Tras amenizar durante algunos años las noches neoyorkinas se volvió a mudar, esta vez a Hollywood, contratado por la Metro-Goldwyn-Mayer y la Paramount. Aquel joven que no tenía oído puso música al cine de la mano de Duke Ellington o Fred Astaire. Después llegó el reconocimiento en el mundo del jazz, el blues y de la música clásica.

Larry Adler tuvo que abandonar la famosa tierra de la libertad y las oportunidades por ser de izquierdas. Eligió Londres como lugar de residencia hasta el final de sus días. Allí vivió los mejores años de su vida profesional, acariciando una merecida fama mundial.

Hace tiempo que desistí en la búsqueda de algún disco de Larry Adler. Internet nos ha hecho la vida tan fácil en ciertos aspectos que podemos escuchar la música de cualquier intérprete con sólo poner su nombre en un buscador. Pierde el romanticismo de la búsqueda, es cierto, y también la belleza del fracaso por no encontrar lo que llevas buscando durante años, pero en el fondo ofrece una cultura que podría quedar olvidada con el paso de los años. Por esa razón, enlazo a uno de los discos de Larry Adler, descubierto mientras escribía estas líneas.

De vacas, rechazos y libros

No somos ni vacas pastando en un campo. Comemos lo que nos echan, con una capacidad de elección prácticamente nula.  No está mal que nuestra comida pase antes por un proceso de selección y, por tanto, que lo que deciden echarnos sea – a veces – de cierta calidad, pero: ¿en qué manos reside ese derecho a la selección?

No leemos lo que queremos, leemos lo que hay, lo que nos ofrecen los jueces de calidad. Nuestra capacidad de elección está muy limitada porque los que saben escogen qué debe leer una sociedad.

Soy consciente de la necesidad de una selección previa, pero: ¿hasta qué punto esa selección es la acertada? ¿Hasta qué punto los editores saben detectar una obra de calidad? y: ¿hasta qué punto el lector es capaz de valorar lo que tiene entre sus manos?

No soy el primero que reflexiona en torno a esas preguntas. Doris Lessing ya lo hizo en su momento, cuando tras finalizar su obra cumbre, El cuaderno dorado, mandó el manuscrito a su editor firmado con un pseudónimo. La triste aunque esperable respuesta, fue que ese libro no vería la luz a través de la editorial.  Quiero pensar que el editor se dejó llevar por la firma más que por el contenido, porque si no me temo que nuestras lecturas están en manos de tiranos del conocimiento, esos que piensan más en el dinero que en el desarrollo cultural.

También podemos remontarnos al caso de James Joyce y El Ulises. El matrimonio Woolf, teniendo el manuscrito en las manos, decidió no encargarse de la edición. ¿Por qué no lo hicieron? Porque a Virginia Woolf no le gustó la obra que posteriormente fue catalogada como la mejor novela del siglo XX en lengua inglesa. Su criterio, en ese caso, se sustentó en un gusto personal y no profesional. Grave error para un editor no desprenderse de la valoración subjetiva.

Otro buen ejemplo lo podemos encontrar en la reciente publicación de Claraboya, la novela póstuma de José Saramago. Esa novela no fue publicada en su día porque el editor (supongo que) tenía una razón bastante contundente: si encima de ese título no aparecía el nombre de un escritor consagrado la novela se vendería poco. Así de penosa es la realidad. Claraboya es una novela que está bien pero se queda muy lejos del Saramago al que estamos acostumbrados. Actualmente tiene valor porque podemos leer qué escribió Saramago décadas antes de consagrarse como escritor. Y si tengo que ser sincero, si esa novela no hubiese sido firmada por Saramago, dudo mucho que me hubiese tomado las molestias que me tomé para hacerme con un ejemplar en cuanto salió a la venta. Los lectores también estamos condicionados por la firma.

Quedaría una última pregunta por resolver: ¿somos los lectores buenos jueces a la hora de valorar un libro? Mi respuesta es rotunda. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

Diario de invierno

Nunca he sido muy amigo de Paul Auster (EEUU, 1947). He leído cosas suyas que me han gustado, como por ejemplo, Mr Vértigo, y otras que no tanto, Brooklyn Follies. En esta ocasión me he encontrado con él en Diario de invierno, su última novela.

Diario de invierno  es un texto introspectivo.  El lector curioso, amigo de los chascarrillos y de los trapos sucios ajenos, puede meterse en la cabeza de Auster, rebuscar entre sus recuerdos y engullirlos como si pertenecieran a su propia vida. No quiero decir con esto que mi posición sea contraria a la publicación de autobiografías, pero hay ciertos aspectos de una persona que a lo mejor deberían permanecer en uno mismo y no inmortalizados en unas cuentas hojas de papel,  aunque cada uno sea libre de desvelar tantas intimidades como guste. No obstante, a mí me resulta incómodo leer ciertas cosas porque me siento como un voyeur, observador de una vida que ni me corresponde mirar ni lo deseo. Quizá por ello dejé el libro hacia el final, cuando la fragmentación de una vida en palabras comenzaba a resultarme aburrida.

Para los lectores habituales de Paul Auster este libro supone un acercamiento al autor. Supongo que les permitirá comprender mejor su obra y las razones que le impulsan a escribir acerca de una serie de temas. Supongo además que Paul Auster siente una liberación cuando expone su vida a los lectores. Y sin embargo, ¿qué necesidad hay en ello? ¿Por qué está bien visto que un autor escriba acerca de su vida, incluso cuando ofrece detalles íntimos?  Estas preguntas me recuerdan al caso de Orhan Pamuk que, tras la publicación de Estambul, ciudad y recuerdos, sufrió el alejamiento de su familia.

Cada uno es libre de escribir lo que le venga en gana, de desnudar sus recuerdos ante el mundo entero y recibir un efímero aplauso que no llene el vacío dejado tras los recuerdos escritos. Ese aplauso sería más gratificante si sucediese a un texto no sustentado en la necesidad del detalle para atrapar al lector.

No hay necesidad de desposeerse de la vida privada en nombre de la liberación porque detrás de ese ejercicio no se esconde más que una infantil autoafirmación. Escribir sobre uno mismo hasta el punto de ofrecer todo al lector no convierte al autor en escritor, sino en preso de una literatura terapéutica.

A pesar de todo, Diario de invierno es una novela bien escrita, que transmite, que te hace sentir lo que su autor sintió en el recuerdo que te está mostrando. No sigue una línea argumental cronológica, sino que va mezclando el pasado lejano con el más cercano, consiguiendo con ello unas memorias atípicas y realmente originales.

Fotografías de jazz

Larry Adler (1914 – 2001)

Billie Holiday (1915 – 1959)

Dizzi Gillespie (1917 – 1993)

Ella Fitzgerald (1917 -1996)

Art Blakey (1919 – 1990)

Charles Mingus (1922 – 1979)

Dexter Gordon (1923 – 1990)

John Coltrane (1926 – 1967) junto a Lee Morgan (1938 – 1972)

Miles Davis (1926 – 1991)

Stan Getz (1927 – 1991)

Eric Dolphy (1928 – 1964)

Bill Evans (1929 – 1980)

Chet Baker (1929 – 1988)

Ray Charles (1930 – 2004)

Sonny Rollins (1930)

Avishai Cohen (1970)

Relatos freudianos I: Narcisismo

Mataría por llenar la página de blanco. Sí, a mí me sucede al contrario, no puedo parar de escribir y de llenar folios y folios de historias que derrochan perfección y originalidad. ¡Qué le vamos a hacer! Me gusto, me encanto, me miro en el espejo y no puedo evitar besar ese reflejo. Acumulo caricias y me las entrego en la noche, cuando los imperfectos duermen y yo sigo despierto. No duermo, no como, no orino ni defeco.

¡Mirad mi cuerpo!…perfección. No hay persona ni escultura que se le asemeje. Escribo acerca de él y la página se estremece, se ruboriza y se dobla, como queriendo evitar mi prosa sensual. Agarro el lapicero, la pluma o el bolígrafo y los cuadernos de la casa me piden a gritos que les acaricie. Da igual lo que escriba; ellos son sumisos, aman mi tacto, se abren de par en par para que yo les dibuje un trazo. Después me suplican que la hoja manchada no quede olvidada.

Me paso el día entre reflejos y cuidados.  Peino mi pelo y después lo moldeo. Cultivo la mente y también el cuerpo; por eso el músculo presenta inteligencia, por eso el cerebro derrocha la fuerza.

¿Queréis tocarme? No podéis, mancharíais mi imagen tallada a base de esfuerzo. ¿Queréis imitarme? ¡No me hagáis reír! La perfección se encuentra muy lejos, demasiado lejos de vuestros ojos ciegos.

Ni uno de vosotros podría llegar al estadio desde el que os observo. Me duele el cuello de caminar con la cabeza gacha por intentar ver el mundo desde la perspectiva de los inferiores. Y no miréis hacia otro lado, ¡no! Vosotros tenéis que adularme para buscar mi perdón, ese perdón que buscáis por haber osado caminar bajo mi sombra. Pero no os vayáis malditos…no os vayáis porque mi persona no tendría con quién compararse, y no sería más que un ser perfecto perdido en un mundo individual, es decir, uno más de un montón llamado yo.

El otro día me encontraba disfrutando de mi mano mientras llenaba folios y folios de palabras. Me deleitaba viendo el fluir de mi escritura, con sus formas redondeadas, sus esquinas afiladas y sus silencios en forma de círculo. De repente, una sensación de malestar abdominal fue dominando mi cuerpo hasta acabar enredada en mi garganta. ¿Quién soy?, me pregunté. Esa pregunta desenvolvió el nudo de la garganta y me hizo detener mi escritura. Entonces escribí, ¿Quién soy? Y las palabras dejaron de fluir porque no había respuesta a mi pregunta. Yo, la perfección personificada, dudé durante varios segundos antes de seguir llenando el papel con bellísimas palabras surgidas de mi modélica mano. Olvidé esa pregunta y seguí escribiendo durante horas. Más tarde relajé los párpados y la pregunta volvió a mí. Esa vez no tardé en contestarla. Y a pesar de todo, sigo ansiando una página en blanco que me haga cuestionarme otra vez qué soy, a dónde voy y por qué no puedo dejar de crear esos folios que nadie lee pero que son la perfección transformada en palabra.

Carver para “Principiantes»

No había leído nada de Raymond Carver (Estados Unidos, 1938 – 1988) hasta que di con Principiantes. Desde hacía algunos años las ganas por leer algo suyo  igualaba a la vergüenza por no haberlo hecho.

Antes me solía detener en la Cuesta de Moyano con frecuencia, y rara era la ocasión en la que no acababa con un libro de Carver entre las manos. Pero por razones que no tengo, siempre me iba de allí sin él y pensando que la próxima semana lo compraría. Ese libro era Principiantes.

Hoy he acabado de leerlo. Al final entró en mi casa en manos de otro y yo me lo llevé. Sin más. Está bien. Consta de dieciocho relatos, la mayoría muy buenos y algunos del montón. Lo digo con este desdén porque el libro, en vez de entretenerme, me ha hecho plantearme una pregunta que no intentaré – en esta ocasión – contestar: ¿hasta que punto seríamos capaces de valorar una buena obra si ésta prescindiera de título y nombre de autor?

Principiantes es la versión sin corregir de la colección de relatos De qué hablamos cuando hablamos de amor (sí, Murakami se inspiró en el título de Carver para el libro De qué hablo cuando hablo de correr). Actualmente se venden las dos versiones. Principiantes es la más cercana al autor, y De qué hablamos… es la más cercana al editor, Gordon Lish, que redactó párrafos enteros y llegó incluso a modificar varis veces el final de algunos relatos.

Creo que no necesitaría leer más de Carver para hacerme una idea de su estilo. Cuando en este blog he escrito sobre un determinado autor, es porque lo dominaba, porque me había leído prácticamente todas sus novelas y sabía de lo que estaba hablando. Con Carver eso no me pasa, no sé si porque me recuerda demasiado a Bukowski, o porque de repente tengo facilidad para encasillar a un autor después de haber leído unos cuantos relatos suyos. Me decanto por la primera opción.

Al igual que Bukowski, Carver es víctima del minimalismo. Como Bukowski, es padre del realismo sucio. Ignoro si se llegaron a conocer, pero si lo hicieron seguro que fueron uña y carne o enemigos, no hubiera sido posible llegar a un término medio. Los dos alcohólicos, los dos autores prolíficos de relatos, los dos producto de una vida turbulenta, los dos obsesionados por dar voz a los sin voz…

Leer a Carver es leer la versión edulcorada de Bukowski. Bukowski es desagradable, directo y siempre sincero. Carver es menos agresivo, más sutil y cuida algo la prosa. Su nexo común, evidentemente, es el minimalismo, la prosa desnuda (sin florituras ni aderezos, tal cual. Con frases cortas y poco adjetivadas. Lo que importa es la historia, no las palabras) y la obsesión por los protagonistas vulgares y corrientes.

Como no es muy práctico copiar aquí uno de sus relatos, os dejo una de sus poesías, El rasguño. Me parece un buen ejemplo de su estilo. Espero que la disfrutéis.

El rasguño

Me desperté con una mancha de sangre reseca

pegoteada sobre uno de mis párpados.

Un arañazo, profundo, cruza transversalmente las arrugas de mi frente.

Sin embargo, últimamente, he estado durmiendo solo.

Y me pregunto por qué un hombre, incluso en un mal sueño,

alzaría la propia mano para lastimarse la cara.

Esta mañana pretendo responder esta pregunta

y otras similares, mientras observo en silencio

mi rostro que se refleja en los cristales de la ventana.