De vacas, rechazos y libros

No somos ni vacas pastando en un campo. Comemos lo que nos echan, con una capacidad de elección prácticamente nula.  No está mal que nuestra comida pase antes por un proceso de selección y, por tanto, que lo que deciden echarnos sea – a veces – de cierta calidad, pero: ¿en qué manos reside ese derecho a la selección?

No leemos lo que queremos, leemos lo que hay, lo que nos ofrecen los jueces de calidad. Nuestra capacidad de elección está muy limitada porque los que saben escogen qué debe leer una sociedad.

Soy consciente de la necesidad de una selección previa, pero: ¿hasta qué punto esa selección es la acertada? ¿Hasta qué punto los editores saben detectar una obra de calidad? y: ¿hasta qué punto el lector es capaz de valorar lo que tiene entre sus manos?

No soy el primero que reflexiona en torno a esas preguntas. Doris Lessing ya lo hizo en su momento, cuando tras finalizar su obra cumbre, El cuaderno dorado, mandó el manuscrito a su editor firmado con un pseudónimo. La triste aunque esperable respuesta, fue que ese libro no vería la luz a través de la editorial.  Quiero pensar que el editor se dejó llevar por la firma más que por el contenido, porque si no me temo que nuestras lecturas están en manos de tiranos del conocimiento, esos que piensan más en el dinero que en el desarrollo cultural.

También podemos remontarnos al caso de James Joyce y El Ulises. El matrimonio Woolf, teniendo el manuscrito en las manos, decidió no encargarse de la edición. ¿Por qué no lo hicieron? Porque a Virginia Woolf no le gustó la obra que posteriormente fue catalogada como la mejor novela del siglo XX en lengua inglesa. Su criterio, en ese caso, se sustentó en un gusto personal y no profesional. Grave error para un editor no desprenderse de la valoración subjetiva.

Otro buen ejemplo lo podemos encontrar en la reciente publicación de Claraboya, la novela póstuma de José Saramago. Esa novela no fue publicada en su día porque el editor (supongo que) tenía una razón bastante contundente: si encima de ese título no aparecía el nombre de un escritor consagrado la novela se vendería poco. Así de penosa es la realidad. Claraboya es una novela que está bien pero se queda muy lejos del Saramago al que estamos acostumbrados. Actualmente tiene valor porque podemos leer qué escribió Saramago décadas antes de consagrarse como escritor. Y si tengo que ser sincero, si esa novela no hubiese sido firmada por Saramago, dudo mucho que me hubiese tomado las molestias que me tomé para hacerme con un ejemplar en cuanto salió a la venta. Los lectores también estamos condicionados por la firma.

Quedaría una última pregunta por resolver: ¿somos los lectores buenos jueces a la hora de valorar un libro? Mi respuesta es rotunda. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.