– ¿Y ahora qué pasa, eh?
Estábamos yo, Alex, y mis tres drugos, Pete, Georgie y el Lerdo, que realmente era lerdo, sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco.
Han corrido ríos de tinta analizando, explicando y justificando la adaptación cinematográfica de La naranja mecánica. Por eso, en el 50 aniversario de la publicación de la novela, dedicaré unas líneas a Anthony Burgess (Inglaterra, 1917 – 1993), el verdadero cerebro creador de la reflexión que se esconde tras la insuperable adaptación de Stanley Kubrick.
Poca gente ha leído La naranja mecánica. Poca gente reconoce a Anthony Burgess cuando se cita su nombre en una conversación; casi siempre tiene que ir acompañado de la coletilla «el autor de La naranja mecánica». Quizá su firma pase a la posteridad por encontrarse a la sombra de una de las mejores películas de la historia del cine, pero no por ello tenemos que arrebatarle su valor.
En 1959 Anthony Burgess se derrumbó en mitad de una clase debido a un tumor cerebral. Su vida – dedicada al ejército y a la enseñanza de idiomas – sufrió un cambio severo cuando los médicos pronosticaron que pocos meses le quedaban de vida. Angustiado con la idea de no dejar herencia a su mujer, abandonó su trabajo para dedicarse a tiempo completo a la literatura, escribiendo cinco novelas y media durante el año pronosticado de vida. Sin embargo, la muerte no le llegó, pudiendo disfrutar de la literatura treinta y dos años más de lo previsto.
Una de las cinco novelas que escribió en aquel periodo fue La naranja mecánica. Un texto provocativo, duro y reflexivo cuya trama es cuanto menos original. Un grupo de cuatro jóvenes, pertenecientes a una sociedad distópica, pasan el rato bebiendo, robando y propinando palizas a todo aquel que se ponga por delante. La noche en la que se disponen a cometer un importante atraco, tres del grupo traicionan al cabecilla, Alex, que acabará entre barrotes. Allí se ofrece como conejillo de indias para probar una técnica de reinserción en la sociedad que consiste en provocar al reo un fuerte malestar cuando sienta impulsos delictivos. Tras someterse a dicha técnica, Alex queda aparentemente capacitado para llevar una vida en paz junto al resto de la sociedad; eso sí, el precio de su reinserción es la anulación de su propia capacidad de elección.
Inspirada en una experiencia personal (su mujer fue víctima en 1944 de un robo y violación en Londres por parte de cuatro marines estadounidenses), La naranja mecánica se convirtió en una novela de culto. Fue tal su repercusión en los círculos intelectuales que numerosos estudiantes pretendieron realizar sus tesis doctorales sobre la novela, como afirma Antonhy Burgess en la introducción de 1986. Y es que la novela, pese a su brevedad, abarca temas tan complejos como la moral, la ética o la libertad.
Narrada en primera persona y usando un lenguaje inventado al que cuesta acostumbrarse (nadsat), la novela nos introduce en la problemática de la capacidad de elección, el duelo entre el bien y el mal, la ausencia de moral y la importancia de la libertad.
Alex es un joven nacido en una sociedad carente de valores. Como individuo perteneciente a ella reproduce de forma grotesca sus contradicciones. Su duelo interno entre el bien (amor por la música, el lenguaje y la belleza) y el mal (derroche de violencia, robos y violaciones) es la representación de una sociedad decadente que, sin dejar de recordar tiempos pasados, se tiene que enfrentar a un presente descontrolado. Sin asumir que la decadencia crea jóvenes como los cuatro drugos protagonistas, la sociedad utiliza la represión como única arma estabilizadora. Así nos encontramos al joven Alex en una cárcel donde la reinserción se pretende basar en la Técnica Ludovico, un experimento cuya metodología consiste en crear una respuesta negativa ante un estímulo delictivo, de tal manera que el individuo se sienta incapaz de ejecutarlo. Ese punto es clave para la reflexión: Alex no cometerá delitos en el futuro porque entienda que no es ético, sino porque la sensación momentos antes de cometerlos será tan desagradable que no podrá realizarlos. Esa supresión de la libertad (de la capacidad de elección) convierte al joven drugo en siervo de la represión. Y así lo entiende la sociedad cuando por fin sale de la cárcel: nadie le acepta, ni su propia familia, porque ven en él al mismo individuo que entró en la cárcel. Alex tendrá que asumir el rechazo de la sociedad sin entender las razones y comprobando cómo el sistema, pese a estar podrido, muestra una falsa cara de felicidad y estabilidad. Finalmente, transcurridos varios años, Alex asumirá que la violencia gratuita no tiene cabida en una sociedad con ciertos valores éticos.
Para alguien que sólo haya visto la película, esta última frase carecerá de sentido alguno puesto que la adaptación cinematográfica se basó en la edición norteamericana, la cual prescindió del capítulo en el que Alex – pasados algunos años – se convierte en un modélico ciudadano.
Yo, fiel admirador de Stanley Kubrick, me decanto por el “anti-desenlace” de la adaptación. Creo que cerrar la historia con un final feliz hace perder credibilidad a la novela, por no hablar de la puerta que cierra a la reflexión. No obstante, Anthony Burgess opinó lo contrario, declarando en numerosas ocasiones que se cansó de dar explicaciones sobre algo que él no había escrito.
Salvando esa polémica, ambas “naranjas” son dignas de estudio. Siempre he sido de la opinión de que los libros superan a las adaptaciones cinematográficas, exceptuando algunos casos como la filmografía importante de Kubrick (La chaqueta metálica, El resplandor, Barry Lyndon o Eyes Wide Shut). Pero es también en la obra de Kubrick donde encuentro la igualdad entre novela y adaptación, como Lolita de Nabokov o, en este caso, La naranja mecánica de Anthony Burgess.
Sin más, me despido con las últimas líneas que nos dedicó Alex:
Pero donde vaya ahora, oh hermanos míos, tengo que itear odinoco, no podéis acompañarme. Mañana es todo como dulces flores y la tierra vonosa que gira, y allá arriba las estrellas y la vieja luna, y vuestro viejo drugo Alex buscando odinoco una compañera. Y toda esa cala. Un mundo grasño y vonoso, realmente terrible, oh hermanos míos. Y por eso, un adiós de vuestro druguito. Y para todos los demás en esta historia, un profundo chumchum de música de labios: brrrrr. Y pueden besarme los scharros. Pero vosotros, oh hermanos míos, recordad alguna vez a vuestro pequeño Alex que fue. Amén. Y toda esa cala.