50 aniversario de «La naranja mecánica»

–          ¿Y ahora qué pasa, eh?

Estábamos yo, Alex, y mis tres drugos, Pete, Georgie y el Lerdo, que realmente era lerdo, sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco.

1ª edición en castellano

Han corrido ríos de tinta analizando, explicando y justificando la adaptación cinematográfica de La naranja mecánica. Por eso, en el 50 aniversario de la publicación de la novela, dedicaré unas líneas a Anthony Burgess (Inglaterra, 1917 – 1993), el verdadero cerebro creador de la reflexión que se esconde tras la insuperable adaptación de Stanley Kubrick.

Poca gente ha leído La naranja mecánica. Poca gente reconoce a Anthony Burgess cuando se cita su nombre en una conversación; casi siempre tiene que ir acompañado de la coletilla «el autor de La naranja mecánica». Quizá su firma pase a la posteridad por encontrarse a la sombra de una de las mejores películas de la historia del cine, pero no por ello tenemos que arrebatarle su valor.

S.Kubrick adaptó la novela de A.Burgess, La naranja mecánica.

En 1959 Anthony Burgess se derrumbó en mitad de una clase debido a un tumor cerebral. Su vida – dedicada al ejército y a la enseñanza de idiomas – sufrió un cambio severo cuando los médicos pronosticaron que pocos meses le quedaban de vida. Angustiado con la idea de no dejar herencia a su mujer, abandonó su trabajo para dedicarse a tiempo completo a la literatura, escribiendo cinco novelas y media durante el año pronosticado de vida. Sin embargo, la muerte no le llegó, pudiendo disfrutar de la literatura treinta y dos años más de lo previsto.

Una de las cinco novelas que escribió en aquel periodo fue La naranja mecánica. Un texto provocativo, duro y reflexivo cuya trama es cuanto menos original. Un grupo de cuatro jóvenes, pertenecientes a una sociedad distópica, pasan el rato bebiendo, robando y propinando palizas a todo aquel que se ponga por delante. La noche en la que se disponen a cometer un importante atraco, tres del grupo traicionan al cabecilla, Alex, que acabará entre barrotes. Allí se ofrece como conejillo de indias para probar una técnica de reinserción en la sociedad que consiste en provocar al reo un fuerte malestar cuando sienta impulsos delictivos. Tras someterse a dicha técnica, Alex queda aparentemente capacitado para llevar una vida en paz junto al resto de la sociedad; eso  sí, el precio de su reinserción es la anulación de su propia capacidad de elección.

Inspirada en una experiencia personal (su mujer fue víctima en 1944 de un robo y violación en Londres por parte de cuatro marines estadounidenses), La naranja mecánica se convirtió en una novela de culto. Fue tal su repercusión en los círculos intelectuales que numerosos estudiantes pretendieron realizar sus tesis doctorales sobre la novela, como afirma Antonhy Burgess en la introducción de 1986. Y es que la novela, pese a su brevedad, abarca temas tan complejos como la moral, la ética o la libertad.

Anthony Burgess (1917 -1993)

Narrada en primera persona y usando un lenguaje inventado al que cuesta acostumbrarse (nadsat), la novela nos introduce en la problemática de la capacidad de elección, el duelo entre el bien y el mal, la ausencia de moral y la importancia de la libertad.

Alex es un joven nacido en una sociedad carente de valores. Como individuo perteneciente a ella reproduce de forma grotesca sus contradicciones. Su duelo interno entre el bien (amor por la música, el lenguaje y la belleza) y el mal (derroche de violencia, robos y violaciones) es la representación de una sociedad decadente que, sin dejar de recordar tiempos pasados, se tiene que enfrentar a un presente descontrolado. Sin asumir que la decadencia crea jóvenes como los cuatro drugos protagonistas, la sociedad utiliza la represión como única arma estabilizadora. Así nos encontramos al joven Alex en una cárcel donde la reinserción se pretende basar en la Técnica Ludovico, un experimento cuya metodología consiste en crear una respuesta negativa ante un estímulo delictivo, de tal manera que el individuo se sienta incapaz de ejecutarlo. Ese punto es clave para la reflexión: Alex no cometerá delitos en el futuro porque entienda que no es ético, sino porque la sensación momentos antes de cometerlos será tan desagradable que no podrá realizarlos. Esa supresión de la libertad (de la capacidad de elección) convierte al joven drugo en siervo de la represión. Y así lo entiende la sociedad cuando por fin sale de la cárcel: nadie le acepta, ni su propia familia, porque ven en él al mismo individuo que entró en la cárcel. Alex tendrá que asumir el rechazo de la sociedad sin entender las razones y comprobando cómo el sistema, pese a estar podrido, muestra una falsa cara de felicidad y estabilidad. Finalmente, transcurridos varios años, Alex asumirá que la violencia gratuita no tiene cabida en una sociedad con ciertos valores éticos.

Para alguien que sólo haya visto la película, esta última frase carecerá de sentido alguno puesto que la adaptación cinematográfica se basó en la edición norteamericana, la cual prescindió del capítulo en el que Alex – pasados algunos años – se convierte en un modélico ciudadano.

Yo, fiel admirador de Stanley Kubrick, me decanto por el “anti-desenlace” de la adaptación. Creo que cerrar la historia con un final feliz hace perder credibilidad a la novela, por no hablar de la puerta que cierra a la reflexión. No obstante, Anthony Burgess opinó lo contrario, declarando en numerosas ocasiones que se cansó de dar explicaciones sobre algo que él no había escrito.

Salvando esa polémica, ambas “naranjas” son dignas de estudio. Siempre he sido de la opinión de que los libros superan a las adaptaciones cinematográficas, exceptuando algunos casos como la filmografía importante de Kubrick (La chaqueta metálica, El resplandor,  Barry Lyndon o Eyes Wide Shut). Pero es también en la obra de Kubrick donde encuentro la igualdad entre novela y adaptación, como Lolita de Nabokov o, en este caso, La naranja mecánica de Anthony Burgess.

Sin más, me despido con las últimas líneas que nos dedicó Alex:

Pero donde vaya ahora, oh hermanos míos, tengo que itear odinoco, no podéis acompañarme. Mañana es todo como dulces flores y la tierra vonosa que gira, y allá arriba las estrellas y la vieja luna, y vuestro viejo drugo Alex buscando odinoco una compañera. Y toda esa cala. Un mundo grasño y vonoso, realmente terrible, oh hermanos míos. Y por eso, un adiós de vuestro druguito. Y para todos los demás en esta historia, un profundo chumchum de música de labios: brrrrr. Y pueden besarme los scharros. Pero vosotros, oh hermanos míos, recordad alguna vez a vuestro pequeño Alex que fue. Amén. Y toda esa cala. 

Versionando Summertime

Si hay una canción que ha sido versionada hasta la saciedad  (con unas 32000 versiones diferentes) es Summertime. La hemos escuchado, silbado, tarareado y hasta cantado, pero: ¿de dónde viene?

Fue George Gershwin quien en 1933 comenzó a componerla con el fin de crear su propio espiritual basado en el estilo afro-americano de la época. El resultado fue una nana que acabaría por convertirse  –  tras el trabajo de los letristas Dubose Heyward, Dorothy Herward e Ira Gershwin – en un aria de la ópera Porgy y Bess (1935).

Después del éxito que cosechó, las versiones se sucedieron, sobre todo en el jazz. Cabe destacar la de Billie Holliday, un año después del estreno de Porgy y Bess.

Otra muy conocida es la creada por la explosiva pareja Ella & Louis, es decir, Ella Fitzgerald y Louis Armstrong.

En 1958, el inquieto de Miles Davis realizó su propia versión, improvisando sobre la melodía de Gershwin.

Una de mis versiones favoritas de Summertime es la de Bill Evans, grabada en 1962. Al igual que Davis, abandona la melodía por momentos para dejarse llevar hasta donde su ausencia le diga.

Tres años después, Albert Ayler descompuso la composición de George Gershwin para crear algo totalmente nuevo: una de sus versiones más arriesgadas y brutales.

Y así pasaron los años para Summertime. Músicos y grupos la versionaron, la distorsionaron y la mitificaron, alejando al oyente de las raíces de aquella nana que acabó por convertirse en una de las más conocidas (y desconocidas) canciones.

Finalizo con la versión de Janis Joplin. En un inicio este post no la incluyó, pero por clamor popular me he visto en la obligación de ponerla.

Distopía literaria

Hay otros mundos pero están en este.

Paul Éluard

El número de octubre de la revista Mercurio está dedicado a las geografías imaginarias, esos lugares que los escritores crean para ambientar sus novelas.  Hay lugares que no existen y otros que están inspirados en lugares reales, pero ambos grupos comparten el mismo denominador. Mi intención con esta entrada no es hablar de esos mundos imaginarios, sino de nuestro arriesgado acercamiento a uno de ellos.

Hace unos días, Philip Roth volvió a insistir en un tema que le preocupa: la pérdida del lector por culpa de las pantallas. Teníamos televisiones, también ordenadores, luego llegaron las videoconsolas y los móviles; y ahora sufrimos los Smartphone. Antes decíamos que el metro era un lugar de lectura –sobre todo a primera hora de la mañana – donde prácticamente todos los viajeros leían un periódico o un libro; la población leía, aunque fueran las lecturas imperantes. Hoy en día no nos queda nada de eso. Los vagones van atestados de gente que fija la mirada en una pantalla para comunicarse con otra gente que hace lo mismo en otro lugar cercano o lejano. El tiempo privado, cada vez más escaso, se ha perdido con la agresiva entrada de la tecnología.

Melancolía. Munch.

Parodiaba yo esta situación en una entrada del mes de agosto (Porno literario). La idea era desfigurar la realidad con el fin de crear un mundo imaginario que mantuviera la esencia del que observamos. Con ello quería poner sobre la mesa algo que yo entiendo como un problema: nuestro acercamiento como sociedad a mundos ficticios que siempre fueron entendidos como tales, no como modelos cercanos.

Las sociedades imaginarias ya estuvieron en la mente de muchos escritores, como Tomás Moro, Aldous Huxley, Ray Bradbury o George Orwell. Sin embargo, en vez de acercarnos al mundo utópico de Tomás Moro nos acercamos a los mundos más oscuros jamás creados, como el de Un mundo feliz o 1984. Parece como si la distopía se presentara más atractiva que la utopía, o quizá sea que es más fácil el camino hacia ella que hacia aquella. Supongo que todo el mundo coincidirá con estas palabras.

La pérdida del hábito de la lectura – no sólo ya en el tiempo libre sino también en los tiempos muertos (transporte y esperas) – nos acerca a una distopía literaria. Es difícil ver a alguien leyendo en el metro/autobús/tren (sin contar a los lectores electrónicos, esos que sólo leen en pantallas). Es tan difícil que el otro día me senté junto a tres personas que estaban leyendo un libro en papel y poco me faltó para comentar la situación. Las pantallas y el entretenimiento pasivo robaron a los libros su tiempo y su lugar, consiguiendo a su vez que la importancia del qué leer sea considerada como algo secundario frente al simple acto de leer.

Nos acercamos a una sociedad sin lectura, a una sociedad imaginaria descrita por Ray Bradbury en Fahrenheit 451. Seguro que la ausencia de libros nunca será por imposición, seguro que el oficio de bombero jamás será el de quemar libros, seguro que nunca tendremos que memorizar el que más nos guste para hacerlo pasar a la historia… Pero lo que sí es seguro es que la lectura seguirá envejeciendo conforme las nuevas tecnologías sigan ofreciendo un producto cada vez más novedoso, llamativo y absurdo. No sé si evolucionaremos hacia tiempos pasados o esta decadencia seguirá su curso. No sé si alguna vez decidiremos apagar algunos de nuestros aparatos para recuperar el tiempo privado que perdimos. Mientras, que cada uno mantenga su hoguera.

Albert Ayler: vida de pájaro, muerte de perro

If people don’t like it now, they will

Albert Ayler

Tras un viaje por Europa, Albert Ayler (EEUU, 1936-1970) desapareció de su apartamento de Nueva York. Dos semanas después, su cuerpo fue hallado flotando en las aguas del East River. Little Bird, apodado así para rememorar a Bird (Charlie Parker), dejaba el mundo tras una brillante carrera musical.

Es difícil no reconocer el saxo de Albert Ayler. Tiene un vibrato inconfundible y una textura con firma. Al igual que en literatura, encontrar un estilo personal – en jazz, un sonido propio – es a lo que todo músico o escritor aspira, y aquel que lo consigue puede dormir tranquilo.

Albert Ayler tuvo una breve pero intensa vida. Voló como un pájaro desde EEUU a Europa buscando la comprensión de sus composiciones e interpretaciones. Eran tiempos de revolución musical, de una innovación que no dejaba lugar a los jazzmen tradicionales. Como hizo el bebop en su día, el free-jazz quiso romper con todo lo establecido y dar otra vuelta de tuerca al jazz. Albert Ayler fue uno de los tres músicos (los otros dos fueron Cecil Taylor y Ornette Coleman) que dieron un vuelco al jazz, haciéndolo aún más libre, más improvisado, más complejo y, por qué no, más alejado del gran público. Escuchar una composición de free-jazz no es agradable, en el sentido estricto de la palabra. El que lo escucha no busca la relajación (como sí puede suceder con las grabaciones tradicionales), sino un rencuentro con las razones del  origen del jazz: la mezcla, la libertad, la incomprensión, el racismo… Porque no hay que olvidar que los tiempos en los que nace el free-jazz fueron tiempos convulsos, en los que los músicos negros tomaron conciencia social y utilizaron la música como grito de libertad. Fueron tiempos de Panteras Negras, de conciertos solidarios con su causa, de reivindicaciones sociales, de Black Power, de lucha por la igualdad de oportunidades entre personas de diferente color…

Albert Ayler y Don Cherry en estudio

La carrera musical de Albert Ayler comenzó a muy temprana edad.  A los 16 años ya tocaba con el gran Little Walter en un pequeño bar de blues. Se pasó un par de veranos de gira con su banda. Después entró en la universidad, pero como su familia no tenía dinero sólo pudo asistir durante un año. Al final acabó en el único lugar donde podía acabar un joven sin dinero, en el ejército. Allí conoció a unos cuantos músicos mientras tocaba en la banda del regimiento. En 1959, a la edad de 23 años, fue destinado a Francia, teniendo así su primer contacto con la Europa a la que tanto viajaría. Tras abandonar el ejército volvió a EEUU, pero su estilo, cada vez más libre, chocó frontalmente con las opiniones de los músicos tradicionalistas. Cansado del rechazo,  decidió regresar a Europa, exactamente a Suecia. Corría el año 1962.

My Name is Albert Ayler es un álbum grabado en Copenhague en 1963. Tengo que decir que hacía tiempo que no escuchaba un disco tan bueno como éste. Cayó en mis manos hace pocas semanas y desde entonces no paro de escucharlo. Comienza con una breve introducción en la que Albert Ayler se presenta dando unas cuentas reseñas autobiográficas. Después llega lo bueno, una grabación prácticamente improvisada en la que no puedes hacer otra cosa que escuchar la ruptura del presente con el pasado.

Tras un tiempo en Europa grabando álbumes y compartiendo escenario con músicos nórdicos, Albert Ayler regresó a EEUU para grabar Spiritual Unity, treinta minutos de improvisación de un demoledor e intenso free-jazz. El poeta Ted Joans llegó a comparar el disco con escuchar a alguien gritando “fuck” en la catedral de San Patricio. Esa grabación y el aplauso de grandes músicos como Eric Dolphy (que calificó a Albert Ayler como el mejor intérprete que había visto en su vida) consolidaron a Little Bird y le colocaron en el lugar que le correspondía. Pasados cinco años de aquella exitosa grabación, Albert Ayler murió como un perro. Todavía se desconocen las causas.

Mujeres y jazz

Muchos obstáculos se encontraron las mujeres cuando pretendieron introducirse en uno de tantos mundos de hombres, el jazz. Sometidas a un arcaico concepto de mujer, lucharon por desprenderse de las ataduras y reivindicar un espacio en la escena, algo realmente complicado.

Los locales de jazz estaban regentados por hombres que no entendían la intromisión de la mujer en su mundo, la sociedad veía con malos ojos la mezcla de sexos en clubes nocturnos donde una música – no del todo aceptada – era interpretada hasta altas horas de la noche, los propios músicos rechazaban a las mujeres pensando que éstas iban a quitarles el trabajo y los críticos huían como ignorantes de la palabra dedicada a la mujer. Todas esas razones, enmarcadas dentro del concepto que se tenía de mujer, hicieron que muchas de aquellas músicas pasaran a un inmerecido olvido.

Son conocidas las interpretaciones vocales de Billie Holiday, Sara Vaughan o Ella Fitzgerald, pero son desconocidas para el público no especializado las instrumentistas Edna Thomas, Lovey Austin, Lil Hardin, Melba Liston o Mary Lou Williams. El estereotipo de mujer sólo permitía que las mujeres lucieran sus voces y ofrecieran un espectáculo de entretenimiento. La composición instrumental, el sentarse frente a un piano, soplar un trombón o una trompeta no eran disciplinas femeninas.

Las mujeres instrumentistas tuvieron que esperar a la Segunda Guerra Mundial para tomar más espacio en el escenario. Muchos instrumentistas masculinos fueron enrolados en el ejército y las mujeres aprovecharon la ocasión para darse a conocer. Así nacieron las orquestas: Ina Ray Hutton and Her Melodears Orchestra y The International Sweethearts of Rhythm, constituidas únicamente por mujeres. Esto, sin dejar de ser un logro, no era una conquista de la mujer en el jazz. La conquista la alcanzaron algunas de esas mujeres que tras escapar de las orquestas consiguieron introducirse en grupos masculinos, como la pianista Mary Lou Williams que arregló composiciones y tocó junto a Benny Goodman, Dizzy Gillespie o Duke Ellington. Hay que destacar el caso de Mary Lou   porque contribuyó al desarrollo del jazz durante los sesenta años que estuvo en activo.

Hoy en día la mujer está totalmente incorporada al mundo del jazz. Sin embargo, no hay que olvidar que la realidad que vivimos no es producto del azar. Muchas mujeres lucharon por tener un hueco en el escenario, ya fuera de cantantes, compositoras o intérpretes. Esas mujeres, las que abrieron el camino, hoy día son desconocidas para la inmensa mayoría. El deber de nosotros es colocarlas en el lugar que les corresponde.

Para finalizar, dejo un corte de Mary Lou Williams interpretando “Little Joe From Chicago”, una de sus aclamadas composiciones.

El laberinto de la soledad

El laberinto de la soledad es un ensayo escrito por el Premio Nobel mexicano Octavio Paz (México, 1914 – 1998) cuya lectura es un placer para todo aquel que haya vivido en México o, al menos, haya tenido la oportunidad de pasar largo tiempo viajando por él.

Cada capítulo constituye un escalón que nos acerca a un concepto clave en el ensayo, la mexicanidad. Eso que en un principio aparenta ser el conjunto de rasgos que caracterizan la identidad mexicana, no es otra cosa que la máscara que los mexicanos portan, la máscara que oculta la verdadera identidad mexicana.  Esa máscara, la mexicanidad, es una careta colocada mediante imposición que aleja al mexicano de su forma de ser, aparentando aquello que no es.

El laberinto de la soledad me acompañó durante seis meses en México, pero en ningún momento sentí tentación por su lectura, aun conociendo la importancia del texto y del autor. Con la misma indiferencia cruzó dos veces el Atlántico para volver a su lugar de origen, teniendo que transcurrir unos meses para que la melancolía me obligara a buscar algo que me acercara al país que durante un largo tiempo fue mi casa. Tras su lectura, el concepto que tengo enmarcado en mi mente acerca de los mexicanos se ha afianzado. Sus contradicciones, sus tradiciones, sus lugares comunes, su forma de ser… ya no son características inconexas, forman parte de una personalidad descrita con maestría en El laberinto de la soledad.

No es mi intención resumir en estas líneas el ensayo, entre otras razones porque no me veo capaz de explicar con brevedad por qué el mexicano no es él mismo. Octavio Paz lo consigue después de hacer un repaso de la historia de México, desde el periodo precolombino hasta los tiempos post-revolucionarios, al tiempo que descifra cuestiones tan mexicanas como la muerte, el pachuco, las máscaras, y un etcétera conocido por muchos pero interpretado por pocos.

La lectura del texto debe ser pausada. Un atracón puede llevar al lector a pasar por alto la prosa de Octavio Paz y el inmenso contenido que albergan sus sencillas pero complicadas frases. No he leído más del autor pero siempre tuve en mente que era un escritor latino conservador, perteneciente a ese grupo que acabó por renegar de la Revolución Cubana para después desprenderse del comunismo como si éste hubiese sido producto de un experimento fallido en el Este, y no al revés. Tengo que admitir que tras la lectura la imagen que tenía de él ha cambiado considerablemente.

Resulta sobrecogedor que en pocas páginas alguien pueda describir – con acierto o sin él – a un pueblo tan heterogéneo como es el mexicano. Más sobrecogedor me pareció comprobar de nuevo la enorme diferencia existente entre europeos y latinoamericanos, y cómo nuestra pretensión, por muy interiorizada que esté, sea moldear al latino para asemejarle al europeo (como si todavía no nos hubiésemos desprendido de ese lastre colonizador que durante tanto tiempo no entendimos como tal). Por eso me sorprendo cuando se juzga un determinado comportamiento que nosotros no encajamos dentro de nuestras costumbres. Por eso me sorprendo cuando en nombre de una razón que nadie nos otorgó miramos a América Latina con ojos de maestro. Por eso muchas veces deberíamos callarnos y aprender del “alumno” que en numerosos aspectos superó al “maestro”, por lo menos en humildad y humanidad.

Amor a cuatro patas

P. conoció a M. en el asilo, durante el lavado matutino al que eran sometidos los residentes. Era la primera vez que P. se enfrentaba al aseo de una anciana que, para ser sinceros, hacía muchos años que no era lavada con esmero y sacrificio. Tuvo que esforzarse mucho en la tarea para conseguir que M. se dejara tocar por unas manos desconocidas, pero en cuanto se ganó la confianza de la anciana, el lavado fue adquiriendo otra tonalidad.

–     Me gusta como lo haces – dijo la anciana cuando P. empezó a trabajar de    cintura para abajo.

–        Y a mí hacerlo – contestó el celador mientras frotaba con fuerza las partes más íntimas de M.

Cuando la tarea se dio por finalizada, los dos se despidieron como si allí nada hubiese sucedido, como si aquel aseo hubiese sido el más natural entre anciana y celador, entre vida y muerte.

Con el paso de los días, la hora del aseo se fue dilatando. M., sintiéndose más segura, permitía a P. concentrarse largo rato en lugares que sólo un hombre – ya bajo tierra – se había atrevido a acariciar.

Un día, P., después de quitar el pañal a M., realizó un gesto que apasionó a la anciana de estas líneas: se quitó los guantes para poder lavar el viejo cuerpo de M. con sus manos desnudas, piel con piel, mano con arruga. M. se sobrecogió cuando P., experto en lavados corporales, deslizó sus manos por su cuerpo desnudo al tiempo que exhalaba un frágil suspiro.

–        Nunca me habían lavado así – susurró M. al oído de P.

Después de ese susurro, P. se esforzó aún más en la tarea. Entre sudores, pañales usados, geles, medicinas y olores, P. realizó el mejor lavado del asilo, y así lo dijo M. durante la cena:

–        El nuevo me ha lavado de una manera… ¡qué manera!

Y un anciano que alcanzó a escuchar aquellas palabras, gritó que a él no le lavaba igual, que con asco le pasaba la esponja bajo el escroto.

Fue así cómo M. se enteró de que P. no sólo era su celador, sino el último amor correspondido antes de marchar a su nuevo hogar: una caja de dos por uno afincada en una bonita parcela.

–        Pronto me iré a vivir a otro lugar – dijo M. una mañana, interrumpiendo el íntimo lavado.

–        ¿A otro asilo? – preguntó P. con marcada preocupación.

–  No. Me iré con mi marido, al agujero que compró cuando todavía éramos jóvenes. En sueños me dice que es bonito, que hay sitio para otra persona, que lo pasaremos bien…

P., que en cuestiones de amor era algo novato, sintió aquellas palabras como un si de un sutil rechazo se tratara. Sacó su mano de la entrepierna de M. y con enfado juró que nunca más la volvería a lavar con la ternura que se merecía. Y añadió:

–     ¡Abandonarme después de todo lo que he hecho!

La pobre anciana, entristecida por las cortas miras de P., agarró su mano y la volvió a colocar en el lugar que le correspondía. Después le explicó el significado de sus palabras. P., tras escucharlas con atención, comenzó a llorar, teniendo que abandonar el cuerpo de M. a medio lavar.

Una mañana, P. no apareció en la habitación. M., inquieta, salió de la cama y fue en busca de su amado celador, al que no encontró. Ya de vuelta en la habitación, no pudo dejar de pensar en las manos grandes y fuertes de P., provocando que el deseo de ser lavada se incrementase. Los minutos pasaban, su olor corporal se evidenciaba y las ansias de lavado eran incontrolables. De repente, la puerta se abrió. Un hombre guapo, fuerte, vestido de blanco, con guantes de látex y una esponja chorreante en la mano, preguntó por M. “Soy yo”, contestó ella, con cierta timidez. Después, el hombre, que no era más que el nuevo encargado del aseo de M., la invitó a entrar al baño para limpiarla de arriba abajo y de abajo a arriba. M. aceptó.

–        ¿Dónde está el otro celador? – preguntó M. cuando ya estaba desnuda y preparada para que el apuesto caballero le frotase hasta el último rincón de su cuerpo.

–        Ayer falleció – contestó el nuevo celador aparentando un malestar que no sentía –. ¿Le conocía personalmente?

–        No.