Recordando a Charles Dickens

Charles Dickens (Inglaterra, 1812 – 1870) comenzó a trabajar en una fábrica de betún a la edad de doce años. Sin apenas formación académica, aprendió a narrar historias como nadie jamás ha podido volver a hacer: colocando sobre la balanza ternura y dureza a partes por igual.

[No podía dejar que este año se escapara sin dedicar unas líneas a este magnífico narrador en el bicentenario de su nacimiento. La idea me llevaba rondando la cabeza desde que creé el blog (11 de febrero) y no he podido llevarla a cabo hasta el último día de este año. No he leído mucho de Dickens, más bien poco: Grandes esperanzas, David Copperfield y un pequeño libro de cuentos llamado La Navidad cuando dejamos de ser niños. Sin embargo, creo que sólo con David Copperfield te puedes hacer una idea de la grandeza del autor y de su capacidad innata para transmitir. Sus mil y algo páginas se te deshacen en las manos en pocos días. Comienzas, y cuando eres consciente de que estás leyendo un libro, ya vas por la mitad, odias a la mitad de sus personajes y temes que la próxima mitad pase igual de rápido que la primera. El ejemplar que tengo está arrugado, con gotas de sudor en cada una de sus páginas, marcas de dedos y alguna que otra mancha. No es que sea descuidado con mis libros, todo lo contrario, pero éste me acompañó en un largo viaje y la historia no me dejó seleccionar los momentos para su lectura]

Charles Dickens en 1861. (George Herbert)

Charles Dickens en 1861. (George Herbert)

Dickens pasó unos años en la fábrica de betún al tiempo que dedicaba su tiempo libre a leer novelas de aventuras, como Don Quijote de La Mancha o Robinson Crusoe; historias que le marcaron en su día y le influenciaron posteriormente para crear las suyas. Consiguió trasladar esas influencias a su tiempo, dejándonos un retrato fiel de las miserias de la época victoriana: explotación infantil, carencia de derechos humanos, desigualdad…

[Este año he leído más libros que cualquiera de los años que llevo leyendo, y no son muchos (ya comenté mi odio hacia la lectura en 23 de abril, Día del Libro.¿Algo que celebrar?). De entre todas esas decenas de libros, David Copperfield sobresale junto a El laberinto de la soledad. Lo compré nada más acabar Grandes esperanzas, hará ya tres años; necesitaba recuperarme del sabor amargo que me había dejado el final. Se ve que se me pasó rápido porque David Copperfield me estuvo mirando durante dos años y medio desde una estantería. Atravesó el Atlántico en una mochila esperando que me quedara sin nada que leer para que me atreviera con él]

Cuando Dickens narra, el resto leemos. Su punto fuerte es la creación de personajes. Consigue que odies a quién él señala como malo, que quieras al que él señala como bueno y que simpatices con los que sin llegar a ser buenos, en algún capítulo lo serán. Aunque siempre parte de historias en las que los niños son los protagonistas, en cada una de ellas el niño es diferente, pero siempre humilde y luchador, como fue Dickens en su niñez. Son muchos los que han quedado admirados por sus tiernas  (y a la vez crudas) historias. Tolstói, por ejemplo, llegó a decir que toda obra de ficción debía ser juzgada utilizando como patrón el capítulo de la tempestad de David Copperfield. No exageraba.

[Cansado como estaba (y estoy) del blog, decidí no hacer ninguna entrada sobre Dickens y dejar que el año acabase sin más, como otro, sin recordar a este autor que tantas buenas horas me ha hecho pasar. Pero hace unos días me regalaron unos cuentos breves que me recordaron que todavía tenía pendiente una cita con su autor. Estaban englobados bajo el título La Navidad cuando dejamos de ser niños. No es que derrochen sentimiento navideño, salvo uno de ellos (el que da título al libro), pero por lo menos te hacen pasar un buen rato entre tanto polvorón, roscón y luces que iluminan el cielo]

No se puede leer a Dickens para pasar el rato. Sus historias albergan una crítica social dura y directa hacia la sociedad del momento. Hay que leerle con los ojos bien abiertos y con la mente puesta en su época, intentando trasladar sus críticas a nuestros días, deseando la aparición de un nuevo Dickens que señale y condene con la misma coherencia y ternura que aquel que nació hace ya doscientos años.

Hasta el año que viene.

El vuelo de Charlie Parker

Pocos periódicos notificaron el fallecimiento de Charlie Parker (EEUU, 1920 – 1955), y aquellos que lo hicieron confundieron su edad y nombre; sólo el New York Post dio la información correcta. La ola racista, continuación de una época pasada de esclavitud, seguía ahogando a todo negro que pretendiera destacar. Por eso, cuando la revista Time quiso ilustrar un artículo sobre la nueva forma que estaba tomando el jazz, no escogió a Charlie Parker como estandarte del movimiento, sino a un brillante músico blanco con estudios clásicos: el recién fallecido Dave Brubeck.

Tras una mimada infancia en la que pasó del bombardino al saxo alto, Charlie Parker conquistó los escenarios sin haber tenido más formación que la impartida por sí mismo. Le gustaba mirar, escuchar a Lester Young y pedir ayuda a los chicos mayores de su banda. Sus grandes progresos con el saxo alto vaticinaban que el pequeño Parker llegaría hasta la cima del jazz, hasta el dominio absoluto de su instrumento. Y allí nos lo encontramos cuando leemos artículos o libros dedicados a su obra, pero durante su corta vida, Bird – apodado así porque su forma de tocar recordaba el piar de los pájaros –, tuvo que enfrentarse al racismo y a un enemigo no menos duro, las drogas.

La pareja drogas y jazz fue inseparable durante muchas décadas. Los inicios de esa turbia relación los podemos encontrar en los propios inicios del jazz, cuando los músicos que pretendía acercarse al estilo “prohibido” se tenían que esconder en tugurios donde lo ilegal era la norma, donde los que nada tenían y a nada podían aspirar se concentraban para ver nacer lo que después sería considerada una música de culto. No obstante, fueron los propios músicos los que fomentaron el consumo desenfrenado de sustancias que acabaron por destrozar la vida profesional de muchos de ellos.

Heroinómano prácticamente desde la adolescencia, Bird (y la mayoría de sus seguidores) pensaba que aquella droga le dotaba del virtuosismo que derrochaba en el escenario, por eso muchos músicos le imitaron a pesar de que él mismo les persuadía, no sé si por miedo a que pudieran alcanzar su nivel interpretativo o porque realmente conocía los efectos negativos de la heroína.

En El perseguidor, Julio Cortázar nos presenta en forma de relato la decadencia de Charlie Parker por culpa de las drogas. Constituye un texto breve pero intenso, dirigido por unos diálogos creíbles en los que Bird se muestra bajo el nombre de Johnny Carter, un saxofonista incapaz de conciliar el éxito de los escenarios con el fracaso de su vida privada. La lectura del relato es recomendable para todo aquel que le interese conocer la visión que tenía Julio Cortázar de Charlie Parker, al que homenajea de forma póstuma.

Aunque es difícil desligar la vida de Bird del consumo de drogas, su obra ha pasado limpia a la historia del jazz gracias a que encabezó la revolución que acabaría rompiendo el swing para colocar los cimientos de un nuevo estilo, el bebop. Esa revolución la llevó a cabo junto a Bud Powell y Dizzi Gillespie, los mismos que protagonizaron “el concierto del siglo”, aquel en el que Charlie Parker tocó con un saxofón de plástico después de empeñar el suyo para poder comprar heroína. Dos años más tarde, moriría por una mezcla explosiva de neumonía, úlcera de estómago, cirrosis y el infarto final que acabó con él. Tenía treinta y cuatro años, aunque según el parte médico su cuerpo correspondía al de un hombre de sesenta. Leyenda o no, lo que está claro es que su contribución al jazz equivale a la de un músico con una prolongada carrera musical.

Dicen que un trueno retumbó en el momento de su muerte. Días después, las paredes se llenaron con graffitis de “Bird lives”.

Bird lives

Bird lives

El diablo

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Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón.

Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor es que perezca uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna.

Y si tu mano derecha te escandaliza, córtatela y arrójala de ti, porque mejor te es que uno tus miembros perezca, que no que todo el cuerpo sea arrojado a la gehenna.

Epígrafe con el que comienza El diablo.

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No es difícil escoger una obra de Lev Tolstói (1828 – 1910. Imperio ruso) para escribir sobre ella. Si tuviese que dedicar una entrada a Guerra y paz o a Anna Karénina fracasaría en el intento, también si me decantase por uno de sus cuentos breves. Por eso, y porque últimamente el tiempo es lo que menos me sobra, prefiero comentar una de sus novelas breves, El diablo.

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Hace unos años me leí todos los libros de Tolstói que había en la biblioteca de mi barrio. Entre tanto cuento y novela, hubo uno que me llamó especialmente la atención; se trataba de El diablo, una pequeña novela en la que Tolstói – al igual que en La sonata a Kreutzer – analiza las relaciones sentimentales. Tanto una como otra pertenecen a un periodo en el que el autor reflexionó acerca de sus valores morales. La sonata a Kreutzer la publicó en vida pero El diablo – por razones de peso – no.

El diablo es un texto sustentado en tres pilares: la pasión, el compromiso y la culpa. Evgueni Irténev es un joven soltero que hereda una finca y los siervos que en ella trabajan. Para satisfacer sus necesidades sexuales mantiene relaciones con una de las campesinas, Stepanida, hasta que se enamora de una joven de la ciudad cuyo estatus social es similar al suyo. En poco tiempo se casan y esperan un hijo, pero la alegría se esfuma cuando la mujer sufre un aborto y Stepanida le dice a Evgueni que está embaraza de él. Arrastrado por la desilusión, el joven deja de amar a su mujer y vuelve a sentir unos deseos incontrolables hacia Stepanida. Es así como Evgueni se ve atrapado en un callejón sin salida mientras el deseo, el compromiso y la culpa luchan entre sí. Finalmente, al no encontrar una solución racional al conflicto, Evgueni decide asesinar a una de las dos mujeres. Dependiendo del final que leamos – porque hay dos desenlaces –, la víctima es una u otra.

Cuando acabé de leerme el libro, lo primero que pensé fue: ¿quién es el diablo? Puede que sea la campesina por alejarle del camino marcado; puede que sea la mujer que frena sus pasiones; o tal vez Evgueni, que no actúa como se espera de él. Es difícil decantarse por una de las opciones (más si atendemos a los dos finales), aunque me inclino a pensar que para Tolstói el diablo era Stepanida, una campesina que consigue desestabilizar a un hombre al que le espera una espléndida carrera, en palabras del propio autor.

Tolstói no publicó esta obra en vida. Es más, escondió el manuscrito dentro del sofá de su despacho para que su mujer no pudiera leerlo. Quién sabe si tras su lectura pudiera llegar a pensar que su marido se había inspirado en una situación personal. Quién sabe si Tolstói había sentido lo mismo que Evgueni. Quién sabe si el diablo en realidad se encontraba dentro de sí mismo.

Somethin’Else

El otro día, un músico callejero interpretó Autumn Leaves con ayuda de su xilófono. Este músico, al que conozco de vista, no destaca por la elección de su repertorio (menos por su ejecución), pero consiguió que por un momento prestara atención y recordara una de las mejores versiones de Autumn Leaves y, también, el álbum al que pertenece: Somethin’Else.

Carátula original de Somethin'Else

Carátula original de Somethin’Else

Somethin’Else fue grabado para Blue Note en 1958 por un quinteto de primera categoría:

Cannonball Adderley – Líder de la formación. Saxo alto.

Miles Davis – Trompeta.

Hank Jones – Piano.

Sam Jones – Contrabajo.

Art Blakey – Batería.

Un año antes de que el afamado sexteto de Miles Davis grabara Kind of Blue, Davis y Cannonball se encontraron en los estudios para grabar uno de los imprescindibles del jazz, Somethin’Else, la gran obra maestra de un saxofonista alto que cubrió – por tamaño y por calidad – el hueco que había dejado Charlie Parker tras su muerte.

Cannonball Adderley (EEUU, 1928-1975) fue el referente de los saxofonistas altos durante los años 50, 60 y 70. Aunque ya era respetado cuando se unió al sexteto de Miles Davis, las grabaciones de Milestone y Kind of Blue fueron decisivas en su carrera. Sin embargo, un mes y un año antes de grabar Milestone y Kind of Blue, respectivamente, Cannonball invitó a Davis para ser sideman en un disco perfecto de inicio a fin. Me refiero, como no podría ser de otra manera, a Somethin’Else.

Cannonball Adderley

Cannonball Adderley

El disco consta de cinco temas en los que, según algunos críticos, Cannonball pierde protagonismo frente a Davis. Es cierto que el sonido inconfundible de Davis atrapa bastante la atención, pero creo que Cannonball consigue posicionarse como líder del quinteto gracias a su fuerza y seguridad.

El primero de los siete cortes es Autumn Leaves, una adaptación de la canción francesa Les feuilles mortes. Como he dicho anteriormente, la interpretación del quinteto consigue que sea, para mi gusto, una de las mejores versiones realizada. El siguiente tema, Love For Sale, comienza de una forma similar al anterior: Hank Jones y Art Blakey crean la base sobre la que Davis y Cannonball se lucirán. El tercer corte es el que da nombre al disco. Se trata de una magnífica composición de Miles Davis que comienza con una serie de preguntas y repuestas entre Cannonball y Davis hasta que éste se queda solo. En cuarta posición nos encontramos con un tema escrito por el hermano de Adderley, One For Daddy-O. Es uno de los dos temas que abre Cannonball, el otro es la versión de una canción popular, Dancing in the Dark, último corte del disco.

Somethin’Else es un disco que no puede faltar. Forma parte de esa colección de imprescindibles entre los que se encuentran Kind Of Blue, A Love Supreme, Moanin, The Köln Concert, Mingus Ah Um, Time Out, Maiden Vollage

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A continuación, podéis escuchar el disco completo. El último tema, Bangoon, es un bonus track que no fue incluido en la primera edición de 1958.