Antes buscaba en un autor calidad en su escritura, ausencia de fallos argumentales y, sobre todo, un perfecto uso del lenguaje. Con el paso del tiempo, en vez de evolucionar hacia un mayor conservadurismo, me dejo llevar hacia textos en donde la fuerza predomine y no sea la perfección de la escritura la mayor de las virtudes del escritor. Digamos que me he cansado de lo correcto; prefiero un párrafo que me levante del sofá a otro que me convierta en siervo de sus letras. Una coma colocada en un lugar inusual, un inicio con minúscula, un pequeño fallo que el autor no quiso o no supo corregir, son regalos de espontaneidad que ningún autor de mano adoctrinada puede regalar a sus lectores. Cuando leo algo imperfecto (y con ello no quiero decir mal escrito), disfruto. Cuando leo frases perfectas conectadas sin sentido, o cuando teniendo sentido son incapaces de transmitir, prefiero la mortalidad del espontáneo a la también mortalidad del adoctrinado. Esa predilección hacia lo natural no me obliga a descartar a autores que, dentro de su perfección, derrochan espontaneidad en sus textos al haber sido capaces de dotarlos de frescura y vida. No obstante, sí me hace rechazar de inmediato a escritores en los cuales la firma brilla por su ausencia, puesto que construir una frase bien hecha no es lo difícil, sí lo es que se distinga del resto.
La cumbre de la espontaneidad, Jack Kerouac, haciendo jazz con palabras.