Beat

Antes buscaba en un autor calidad en su escritura, ausencia de fallos argumentales y, sobre todo, un perfecto uso del lenguaje. Con el paso del tiempo, en vez de evolucionar hacia un mayor conservadurismo, me dejo llevar hacia textos en donde la fuerza predomine y no sea la perfección de la escritura la mayor de las virtudes del escritor. Digamos que me he cansado de lo correcto; prefiero un párrafo que me levante del sofá a otro que me convierta en siervo de sus letras. Una coma colocada en un lugar inusual, un inicio con minúscula, un pequeño fallo que el autor no quiso o no supo corregir, son regalos de espontaneidad que ningún autor de mano adoctrinada puede regalar a sus lectores. Cuando leo algo imperfecto (y con ello no quiero decir mal escrito), disfruto. Cuando leo frases perfectas conectadas sin sentido, o cuando teniendo sentido son incapaces de transmitir, prefiero la mortalidad del espontáneo a la también mortalidad del adoctrinado. Esa predilección hacia lo natural no me obliga a descartar a autores que, dentro de su perfección, derrochan espontaneidad en sus textos al haber sido capaces de dotarlos de frescura y vida. No obstante, sí me hace rechazar de inmediato a escritores en los cuales la firma brilla por su ausencia, puesto que construir una frase bien hecha no es lo difícil, sí lo es que se distinga del resto.

La cumbre de la espontaneidad, Jack Kerouac, haciendo jazz con palabras.

Enemigos

Hace unos días me vi haciendo cola para que me atendiera el médico de urgencias. La mayoría de los pacientes que formaban la enorme cola (salía incluso del ambulatorio) eran personas mayores. Por su aspecto y la alegría con que charlaban supuse que ninguno iría a urgencias, así que se me pasó por la cabeza pedirles que me dejaran colocarme el primero porque yo – a diferencia de ellos – no me mantenía en pie. La idea se me fue de la cabeza en cuanto empecé a escuchar la conversación de tres de ellos. Con el odio a flor de piel, se quejaban de la juventud de estos días, de su falta de educación, modales y toda esa paja que, sin ser cierta, ha calado profundamente entre algunos mayores. La coletilla final fue soltada al unísono: con Franco se vivía mejor porque la juventud estaba domesticada.

¿Qué hubiera ocurrido si hubiese pedido a esas tres personas que me dejaran pasar? Habrían dicho algo así como que todo el mundo tiene que esperar; que no pueden dejar pasar a nadie porque puede que haya alguien peor delante, o detrás; que ellos llevan esperando mucho tiempo y que porque yo espere media hora no me va a pasar nada; que el orden está para cumplirlo. En fin, que me acordé de un cuento de Chéjov: Enemigos.

Enemigos es un cuento breve pero con una trama tan intensa que podría alargarse durante páginas y páginas. Comienza como todo buena historia:  presentando el conflicto sin florituras ni rodeos.

Pasadas las nueve de una oscura noche de septiembre, al doctor Kirílov, médico de distrito, se le murió de difteria su hijo único Andréi, de seis años. Cuando la esposa del doctor se dejó caer de rodillas ante la camita del niño muerto y se apoderó de ella el primer acceso de desesperación, en el vestíbulo sonó bruscamente la campanilla.

Quien llama es un vecino, Aboguin, que anda buscando a Kilílov porque su mujer está gravemente enferma y necesita asistencia médica. El doctor le explica que se acaba de morir su hijo, por lo que no se encuentra en condiciones de atender a nadie, menos si ausentarse supone dejar a su mujer sola junto al cadáver del niño.

Aboguin, cegado por su necesidad, insiste al doctor, que al final se ve en la obligación de ceder. Así que ambos marchan a la casa del vecino mientras la mujer del médico se queda en casa llorando la muerte del hijo.

El argumento da un giro inesperado en casa de Aboguin: la mujer no está, ha huido aprovechando la ausencia de su marido; había fingido la enfermedad para librarse de él y así poder marcharse con su amante. El médico, estupefacto, se siente preso de una situación que no le concierne, mientras Aboguin llora y lamenta la ausencia de su mujer. La tristeza de ambos se mezcla, pero Aboguin es tan egoísta que no puede comprender una desgracia mayor que la suya.  Así se sumergen en una discusión sin sentido en la que Kilílov le echa en cara a Aboguin el haberle pedido que fuera a su casa, y éste no entiende por qué el doctor se comporta de esa manera con él, cuando en realidad pensaba que su mujer estaba a punto de morir.

Desde mi punto de vista, lo importante no es el dolor que pueda sentir cada uno, sino las reacciones que se suceden desde el momento en que ambos son conscientes de la situación en la que se encuentran. Digamos que el egoísmo se apodera de los dos protagonistas (aunque con sentido opuesto) y les hace dejar a un lado sus sentimientos de dolor para odiarse mutuamente.

Yo no acabé odiando a los tres nostálgicos que tuve que soportar durante media hora, más bien me inspiraron lástima: uno de ellos el que más. Con aspecto desaliñado, la mirada cargada de odio y una lengua gigante que le costaba controlar, escupía cuando recordaba supuestas situaciones en las que jóvenes le había faltado al respecto. Sin duda, ese hombre era la encarnación de Aboguin y Kilílov en una sola persona.

La sombra de México D.F.

Hoy me he acordado de Delibes – especialmente del libro “La sombra del ciprés es alargada” – mientras me alejaba en taxi de la que ha sido mi casa los últimos meses.

Lo leí hace unos años, durante el largo verano que separó el instituto de la universidad. El recuerdo que tengo será similar al de todo lector del mismo: amargo.

Delibes nos cuenta la historia de una vida, una vida marcada por las desgracias y la mala suerte (si es que ésta existe), una vida en la que la sombra del ciprés se va haciendo cada vez más alargada conforme pasan los años y las muertes de seres queridos se suceden.
Una de las conclusiones que se saca, al menos la que para mí fue más importante, es que en la vida hay que valorar qué compensa más: si atreverte a conocer gente sabiendo que algún día desaparecerán (muerte, enfado, olvido, distancia…), o por el contrario decides tener el mínimo roce con ellas por no saber si podrás asumir una despedida.

Hoy se ha acabado mi vida en el DF como estudiante. Ahora seré un turista que viene desde Europa para visitar esa Latinoamérica que tanto nos gusta por su gente, por su cultura, por su forma de ser, por su comida, por los contrastes y por su historia. Ahora tengo que transformarme en algo ajeno a este país, en algo ajeno a una ciudad que odié al principio y quise tanto al final, cuando vi que la cuenta atrás había avanzado más rápido de lo esperado. Quizá me comporté como el tipo de gente de la que hablaba antes, ésas que prefieren no encariñarse con nada por miedo a perderlo, y es que sabía que había un final al que me acercaba precipitadamente; cada día el último, cada acción la última…

Sin darme cuenta, empecé a crear un vínculo con la ciudad y con algunas personas que ahora darán sentido a un cariñoso olvido. Vivía en un barrio por el que paseaba y saludaba a algunos de mis vecinos: el señor del gimnasio donde corrí para no respirar el humo de los coches…luego llegó Viveros, también la mejor compañía para correr; la señora de la tiendita, que acabó por saber hasta el jamón que más me gustaba (el peor para algunos, el mejor para mí, el de “cincuenta y tantos pesos el kilo, es que nunca me acuerdo cuál es”); la señora de la vecindad que nos preparaba la mejor cena los viernes y sábados: quesadillas (las mías, las de queso con lechuga y chicharrón); y Guillermo, el “dueño de la fondita”, que nos alimentó durante muchos meses como si de un padre se tratara, acabando por sentarse de vez en cuando a hablar con nosotros sobre la vida, sobre México, sobre sus cinco hijos, sobre su fondita y sus sueños alcanzados.

Esa fue la parte agradable del lugar, la que me duele haber vivido tan poco tiempo y ahora tener que recordar. El otro aspecto, el opuesto, fue la Universidad, la UNAM. Día tras día, mañana tras mañana, clase tras clase sin hablar con nadie. Así es la vida en Ciencias, más en una facultad de Física donde el estrés se huele en cada esquina y el nivel de estupidez supera al de inteligencia. Y así acabé faltando cada vez más para quedarme en casa durmiendo o leyendo o escribiendo aquí. Nadie preguntó por mí, cosa que agradezco porque mi ausencia no se notó y en las notas no se reflejó.

Pero bueno, todo se pasaba cuando volvía a casa y había alguien a quien contar entre risas mi soledad en la facultad y lo extraño que era saludar y no recibir una contestación. Se olvidaba aún más cuando los días se empujaban por llegar cuanto antes al fin de semana, a los noches del DF con sus bailes, sus fiestas, su música, su Capitán Morgan… esos planes improvisados cuando estábamos a punto de irnos a dormir, los viajes en taxi observando al solitario DF de madrugada, las conversaciones de la noche, el no pensar en nada más que en el presente y en la negativa “no estás viviendo México”. Y creo que no, que me faltan meses para exprimir todo lo que la ciudad y su gente pueden ofrecer.

Atrás quedarán los pocos pero buenos amigos, las carreras en Viveros, las cervezas de los viernes en la terraza, las librerías de segunda mano, las largas conversaciones de la cena, el olor a tacos en cada esquina, las ricas-sabrosas-grandes tortas, el olor a sopa de camarón de Insurgentes los días de lluvia, el atractivo miedo a probar la comida desconocida, la sopa (¿para todos?) y el arroz (¿va a ser solo?), la eterna promesa de que al siguiente fin de semana iría a Tula, la soledad en la UNAM, la Ruta9 que tanto tardé en descubrir y que sin ella hubiera dejado definitivamente de ir a clase, la sesión de cine semanal (sin importar la basura que proyectaran), las donas, el chocolate Larín, la paella que tan mal salió, la anécdota de hacer “amigos” el último día de clase, la proyección de La Bella y la Bestia al final de una clase, el perro que se buscaba la cola, las pizzas del Domino’s que acabé por aborrecer, el fin de semana en Valle, las olas de Pie de la Cuesta, los vendedores del metro, el «diez pesos le vale diez pesos le cuesta», la visita al Popocatépetl, las nuevas palabras y expresiones, el eterno debate sobre el doblaje de las películas, cantar Paso a Paso/Todo o Nada en el momento menos esperado, la batería de Todo se derrumbó, Frida y sus arañazos, Kevin (el gorrión callejero que duró dos días y nunca salió de su caja)…

Volveré definitivamente a Madrid para convertirme en el olvido de unos pocos. Las cosas seguirán tal y como yo las viví mientras la vieja vida volverá para no dejarme escapar nunca más. Sólo era ficción. Esto sólo es ficción. México, neta, te quiero.

Le vent l’emportera
Tout disparaîtra mais
Le vent nous portera

51 aniversario de la llegada del ser humano al espacio. Yuri Gagarin

Queridos amigos, conocidos y desconocidos, mis queridos compatriotas y a toda la humanidad, en los próximos y breves minutos posiblemente una nave espacial me lleve al distante espacio exterior del universo. ¿Qué puedo deciros durante estos últimos minutos antes de empezar? Toda mi vida se aparece ante mí en este único y hermoso momento. Todo lo que he hecho y he vivido ha sido para esto.

Yuri Gagarin
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Hoy, 12 de abril de 2012, se cumplen 51 años de la llegada del ser humano al espacio.

“¡Gloria a los soviéticos pioneros del Cosmos!” (misiones Vostok 1 a Vostok 4)  • Autor: V. Valinkov (agosto de 1962)

Yuri Gagarin, (URSS,1934, URSS,1968), un obrero de la industria metalúrgica y procedente de una familia de campesinos, alcanzó el espacio ganando así la carrera espacial a EEUU.

A continuación, un documento histórico acerca del vuelo de Gagarin con imágenes y vídeos reales grabados desde el Vostok 1.

Las hijas de Víctor Hugo

Estaba tardando en escribir una entrada sobre el autor de uno de los mejores libros que he leído: Los Miserables, de Víctor Hugo.

Podría escribir sobre otros autores cuyos libros me han impactado más, pero es la historia de las hijas de Víctor Hugo la que me lleva a dedicarle unas líneas.

Francés, nacido el 26 de febrero de 1802 y fallecido el 22 de mayo de 1885. Escritor de mente turbulenta, romántico, poeta, político reformista, dramaturgo, intelectual respetado y admirado…Rudo, serio y vigoroso; su físico no encaja con la sensibilidad de sus novelas y poemas.  El ritmo de su vida, dedicada a la política, siempre estuvo marcado por sus libros, discursos y poemas. Aclamado por el público, político humano (y no por ello irracional), apoyado por el pueblo cuando Napoleón III cayó y pudo regresar de su exilio, elegido diputado para posteriormente desencantarse de la política. Por sus venas corría el romanticismo francés, las calles, los cafés, las discusiones de política, los desgraciados, los olvidados…Justo y humano, observador , supo representar la sociedad de su época a través de personajes conmovedores – como el bueno de Jean Valjean – ,y agradables historias como la narrada en Nuestra Señora de París.

Su vida, salpicada por las injusticias sociales y la tensión de la política, tuvo dos momentos cruciales: el fallecimiento de su hija, Léopoldine, y el desequilibrio mental de Adéle.

Léopoldine murió en 1843.  No había pasado ni medio año desde su boda cuando un paseo en bote por el Sena acabó con su vida. Se cayó al agua y, pese a los intentos de su marido por ayudarla, murió ahogada. Me contaron un día que su marido al no poder hacer nada se tiró por la borda y se ahogó con ella. Ignoro si es cierto, aunque  me parece que tiene bastante sentido.

Víctor Hugo quedó profundamente marcado por esa desgracia, dedicando por ello muchos poemas a su fallecida hija (el cuarto libro de Les Contemplations). El más conocido es Demain, dès l’aube

Demain, dès l’aube

Demain, dès l’aube, à l’heure où blanchit la campagne,
Je partirai. Vois-tu, je sais que tu m’attends.
J’irai par la forêt, j’irai par la montagne.
Je ne puis demeurer loin de toi plus longtemps.
Je marcherai les yeux fixés sur mes pensées,
Sans rien voir au dehors, sans entendre aucun bruit,
Seul, inconnu, le dos courbé, les mains croisées,
Triste, et le jour pour moi sera comme la nuit.
Je ne regarderai ni l’or du soir qui tombe,
Ni les voiles au loin descendant vers Harfleur,
Et quand j’arriverai, je mettrai sur ta tombe
Un bouquet de houx vert et de bruyère en fleur.

Mañana, al alba

Mañana, al alba, al tiempo que en los campos aclara,
partiré. Ya lo ves, yo sé que tú me esperas.
Caminaré los bosques, las montañas severas.
Ya no resisto el tiempo que de ti me separa.
 Andaré, pensativo, puesta en ti la mirada,
sin oír lo que llama, sin ver lo que fulgura, 
solo, oscuro, encorvado, con las manos cruzadas,
triste, y para mí el día será la noche oscura.
 No miraré ni el oro que la tarde derrumba
ni las velas que al puerto van con lejano amor.
Y cuando haya llegado pondré sobre tu tumba
ramos verdes de acebo y de brezos en flor.

 Traducción de Alejandro Bekes

Adèle no falleció pero tuvo peor suerte. Enamorada hasta la obsesión de un militar francés, le siguió por medio mundo pese a no ser un amor correspondido. Cambió de nombre, mintió a sus padres acerca de su rechazo, se declaró una y mil veces hasta que el militar se casó con otra mujer. Amargada y deprimida acabó viviendo aislada sin que sus padres supieran donde, hasta que una mujer, al darse cuenta de quien era Adèle, se puso en contacto con Víctor Hugo. Murió a los 85 años de edad en un asilo, sola y loca.