Texto libre. Escrito sin levantar el bolígrafo del papel.

Estamos perdidos en un desierto sin arena, en un mar sin agua, en mitad de ninguna parte y con una brújula que sin apuntar al norte se presenta como guía.
La soledad es la única compañera en este viaje. Nos vanagloriamos de ello como si el no poseer piernas fuera un regalo que sólo nosotros, afiliados a los restos de la postmodernidad, sufrimos. “Toda época pasada fue mejor”, nos repetimos, y al final acabamos por creernos semejante hez del sistema. “Así es la vida”, “esto es lo que toca vivir” y demás frases, donde el argumento brilla por su ausencia, nos encadenan a un conformismo intelectual donde la faz del desencanto se muestra como bella.
Los trenes van abarrotados de gente. No sé a dónde demonios se dirigen si su vida se quedó en casa. Supongo que el ser oveja también es un rasgo del que sentirse orgulloso. Después llegamos a casa y leemos que el Nobel de Literatura ha recaído en manos de un desconocido, tanto para lectores como para críticos. Pero pocos se atreven a decirlo, no vaya a ser que los cultos les tachen de incultos. Se ríen de nosotros y aplaudimos tras la mofa.
Cuando nos vemos obligados a cambiar de tren y pensamos que nada podía ir peor, descubrimos que hasta la soledad se ha fugado, y nosotros, ovejas del sistema, comenzamos a corretear de un lado para otro, escribiendo por aquí y por allá, dejando un despojo de intelecto en cada frase virtual. Llegamos a creernos algo en un mundo sin gente, donde los nadie hacen de guía y pocos pisan fuerte. Algunos echan de menos figuras del pasado aun sabiendo que aquéllas echaron de menos a otras de su pasado. La búsqueda del pasado en vez del futuro nos arrebata la poca dignidad que nos queda entre las manos. Muchos se miran esas manos y descubren que hasta ellas se convirtieron en cuadrados sin sentido.
Los despachos son cuadrados. Las aulas son cuadradas. Las conferencias son cuadradas. Los ponentes son cuadrados que pretenden pasar por esferas que ruedan. Así nos vamos amontonado unos encima de otros, sin dejar escapar a los que están más abajo que, quizá, quién sabe, tienen algo que decir más interesante que lo que escupen los de arriba. Desde abajo, aplastado por la inmensa mayoría, pienso que el Nobel no debería ser un premio sin regreso. Si por la boca del premiado empiezan a salir aberraciones que no representan la realidad de la vida (porque existe una objetividad que no entiende de neutralidad), ese premiado demuestra haber perdido una facultad inherente al escritor: interpretar la realidad con ojos de lince y no de topo.
Con ojos de topo – no por la ceguera sino por el sueño – leo que un pésimo libro supera en ventas a otro pésimo libro. Aplausos. Mientras esto sucede, los escritores miran para otro lado o se cuelgan bajo un puente, frustrados porque toda época pasada fue mejor. Así suceden los días mientras las grandes editoriales se pelean por colocar a su puta, gigoló o chapero en el mejor estante que su bolsillo les permita. La cuerda tendría mejor uso si se cambiase de cuello.
Todo pasa. Nada cambia, ni siquiera las cuerdas que penden de los puentes. Las noches son oscuras y los días brillan demasiado. Paso el abono por seis torniquetes distintos al día. A veces sumo alguno más porque el billete no entra por uno y tengo que colocarme en otro. Entonces es cuando descubro que el torniquete por el que iba a pasar está estropeado y una enorme cola espera poder pasar su billete por el único que funciona. Y así me paso el día, de tren en tren, de cola en cola y de palabra en palabra, leyendo donde puedo y escribiendo entradas para un blog que desconocidos de diferentes partes del mundo leen. No sé si me ponen cara, no sé si alguna vez han pensado la edad que tengo o a qué me dedico. No sé si alguna vez han dicho “menuda mierda, esto es la evidencia de que épocas pasadas fueron mejores”. Pues no sé si lo fueron y no me he parado a pensarlo. Mi mente anda ocupada intentando desvelar por qué en la biblioteca de mi barrio Mo Yan no existía y ahora hay lista de espera para leer sus novelas. Miento al asegurarlo pero pondría la mano en el fuego si alguien apostara lo contrario a lo dicho.
Después del viaje en tren nos morimos. Al final morimos. Unos antes y otros después; pero todos morimos. Nos meten en una caja o nos queman. La caja no es muy grande pero puedes elegir cómo la quieres antes de morir. El tipo de madera pasó a un segundo plano desde que se puso de moda poner luces que osan iluminar la tierra que rodea al ataúd. Creo que nadie ha pensado que ahí abajo no hay nada que iluminar, que bajo tierra la luz no se puede propagar. Abajo no hay nada, sólo tierra y piedras. Lo más triste es que luego colocan una lápida para indicar que tú estás enterrado ahí, pudriéndote junto a un grupo de desconocidos. En esa lápida tu familia puede poner lo que le venga en gana, y muchas mienten. ¡Qué más da!, al fin y al cabo la vida es una constante sucesión de mentiras que nos llevan a la muerte.
Yo coleccionaba esquelas. Al llegar a clase me daban un periódico grapado de dudosa fiabilidad. Me saltaba todas las páginas hasta dar con las únicas que no podían mentirme. Las esquelas que me interesaban las recortaba y me las guardaba. Al cabo de un tiempo me cansé, como todo el mundo que colecciona ese tipo de cosas. Luego me puse a trabajar y dejé de ir a esa clase en la que leía y recortaba a la muerte. No tuve más remedio que empezar a ir a otras clases con horario de tarde. Y así pasé un curso entero, yendo de un sitio para otro, pasando el abono por un montón de torniquetes que me conducían a lugares donde no quería perder mi tiempo. Pensaba que toda época pasada de mi vida había sido mejor.
Mo Yan se lleva, a parte de mucho dinero, el reconocimiento internacional. El tiempo pasará y sus pocas novelas serán olvidadas. Tendrá una tumba y una lápida en la que pondrá su nombre y algunas cosas más: Mo Yan, Premio Nobel de Literatura 2012, por ejemplo. Poca gente le irá a visitar tras su muerte. Se pudrirá como el resto, junto al resto y nada sabremos de la vida, la muerte y de épocas pasadas.