En el camino (Jack Kerouac)

¿No es cierto que se empieza la vida como un dulce niño que cree en todo lo que pasa bajo el techo de su padre? Luego llega el día de la decepción cuando uno se da cuenta de que es desgraciado y miserable y pobre y está ciego y desnudo, y con rostro de fantasma dolorido y amargado camina temblando por la pesadilla de la vida.

Las modas tienen un comportamiento predeterminado. Van y vienen según interese a los dueños del producto; casi nunca la demanda se impone a la oferta.  La única moda que es oferta y demanda es la que cubre un vacío que nadie antes había entendido como tal. Las modas que van y vienen son, en su mayoría, modas que no ofrecen nada pero imponen la demanda.

Ahora se lleva la Generación Beat. Parte de culpa la tiene la adaptación cinematográfica de En el camino, la obra cumbre de Jack Kerouac y de toda una generación de jóvenes sin un lugar en el mundo.

Y durante un momento llegué al punto del éxtasis al que siempre había querido llegar; a ese paso completo a través del tiempo cronológico camino de las sombras sin nombre; al asombro en la desolación del reino de lo mortal con la sensación de la muerte pisándome los talones, y un fantasma siguiendo sus pasos y yo corriendo por una tabla desde la que todos los ángeles levantan el vuelo y se dirigen al vacío sagrado de la vacuidad increada, mientras poderosos e inconcebibles esplendores brillan en la esplendente Esencia Mental e innumerables regiones del loto caen abriendo la magia del cielo. Oía un indescriptible rumor hirviente que no estaba en mi oído sino en todas partes y no tenía nada que ver con el sonido. Comprendí que había muerto y renacido innumerables veces aunque no lo recordaba porque el paso de vida a muerte y de muerte a vida era fantasmalmente fácil; una acción mágica sin valor, lo mismo que dormir y despertar millones de veces, con una profunda ignorancia totalmente casual.

Viajes de Kerouac

Viajes de Kerouac

Alejándonos de las odiosas modas, En el camino es una obra magistral (aunque si tengo que elegir me quedo con Los Vagabundos del Dharma). Narra las andanzas de Jack Kerouac a lo largo y ancho de Estados Unidos y México durante siete años. Cadillacs, kilómetros, carreteras interminables, drogas, alcohol, amistad y amor son los ingredientes; una estructura caótica constituye el andamiaje; y un ritmo frenético, siempre al borde del abismo, la marca de cada página. Me imagino a Kerouac encerrado en una habitación de Manhattan escribiendo como si no existiera el mañana. Siete años de viajes condensados en tres semanas de escritura.

Tres semanas es muy poco tiempo para escribir un libro de 400 páginas. Equivale a crear 19 páginas de libro al día… Un rollo de papel, sin apenas márgenes, sustituía a los folios para que la línea del pensamiento no se viera impedida por ningún agente externo.  Debió acabar destrozado, con el hígado roto y los pulmones encharcados, aunque según él  tan sólo bebió café para aguantar el ritmo.

Cuando llegó el gris amanecer y se coló como un fantasma por las ventanas del cine, estaba dormido con la cabeza apoyada en el brazo de madera de la butaca y seis empleados me rodeaban con toda la basura que se había acumulado durante la noche; la estaban barriendo y formaron un enorme montón maloliente que llegó hasta mi nariz… Estuvieron a punto de barrerme a mí también. Esto me lo contó Dean, que observaba desde diez asientos más atrás. En aquel montón estaban todas las colillas, las botellas, las cajas de cerillas, toda la basura de la noche. Si me hubieran barrido, Dean no me habría vuelto a ver. Hubiera tenido que recorrer todo Estados Unidos mirando en los montones de basura de costa a costa antes de encontrarme enrollado como un feto entre los desechos de mi vida, de su vida y de la vida de los demás. ¿Qué le habría dicho desde mi seno de mierda?

Jack Kerouac (1922-1969) y Neil Cassady (1926-1968)

Jack Kerouac (1922-1969) y Neil Cassady (1926-1968)

Los tiempos parecían importar poco a Kerouac: siete años de viajes, tres semanas de escritura y  seis años hasta que fue publicado su rollo. Al parecer, durante los viajes, Kerouac iba tomando las notas que después conformarían el libro. Muchas de ellas fueron incluidas tal y como fueron escritas, sin modificación alguna, manteniendo así la esencia del momento. El resultado fue la biblia de toda una generación, es decir, una moda que llenó un vacío, el de ser consciente de la imposibilidad de encontrarse a uno mismo en un mundo que gira más deprisa o más lento que tú.

Jack Kerouac buscó su lugar durante siete años. Siete años dando vueltas para acabar en el mismo lugar de donde partió. No creo que el resto tengamos esa suerte. No nos vamos…

Julio Verne, un visionario

Hoy, 24 de marzo de 2013, se cumplen 108 años del fallecimiento de Jules Gabriel Verne Allotte, más conocido en los países de habla hispana como Julio Verne.

Julio Verne nació el 8 de febrero de 1828 en la isla Feydeau, en la ciudad francesa de Nantes. Por aquel entonces, Nantes era una ciudad bulliciosa, repleta de veleros que subían y bajaban por el Loira bajo la atenta mirada de Julio y su hermano Paul. Desde pequeño, Julio Verne mostró gran admiración hacia todo tipo de inventos, mapas, objetos mecánicos… pero su padre, Pierre Verne, le intentó alejar de todo aquello por ser el elegido para sucederle en el bufete de abogados del que era dueño. Su hermano Paul tuvo más suerte, llegó a ser marinero y recorrió un mundo al que Julio Verne sólo tuvo acceso a través de libros de aventuras, memorias de exploradores y mapas.

Es difícil poner diques al mar, más cuando el mar es tan bravo y rebelde como las ganas de saber de Julio Verne. Fue el señor Bodin, boticario y librero de la Plaza Pilori, quien ayudó a Verne a romper las cadenas que Pierre Verne colocó en su hijo al ingresarle en un colegio de educación clásica. Le ofreció los relatos de los viajes de Marco Polo, las obras del Barón de Humboldt… Además, su tío Châteaubourg, mostró a Verne numerosos inventos, así como obras de autores como Walter Schott, Homero o Dickens.

Aquel cóctel de Ciencia, literatura de aventuras y viajes, fue la semilla que germinó años después en la mente de Julio Verne. Su obsesión por unificar Literatura y Ciencia le llevó a emprender un inmenso proyecto (en palabras del que años después fue su amigo, Alejandro Dumas) que calificó de la siguiente manera en una carta a su padre:

Estas obras no son apenas serias, en efecto. Tengo en mente muchas ideas en la cabeza, millones de proyectos que no soy todavía capaz de formular; si lo que imagino es bueno, lo verás algún día; pero me hace falta tiempo, paciencia y tenacidad.

Su padre le había mandado a París para que estudiara Derecho y entrara a trabajar en su bufete. Julio Verne acabó la carrera pero tras vivir el París bohemio, empaparse de letras y frecuentar círculos literarios, no quiso regresar a Nantes a trabajar como abogado. Eso provocó que su padre le retirara la ayuda económica para su sustento. Fue así como Julio Verne vivió pobre, apenas sin comer, con el único objetivo de dar forma a su proyecto de novelar la Ciencia.

Tras diez años de trabajo, Cinco semanas en globo fue publicada en 1863 por el editor Jules Hetzel. Esa primera novela le catapultó a la fama y le alejó de sus problemas económicos (firmó un contrato por veinte años con Hetzel en el que se comprometía a escribir dos novelas anuales a cambio de una importante suma de dinero). Años después llegarían sus novelas más aclamadas: Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a LunaLa vuelta al mundo en ochenta días.

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Julio Verne supo llenar un vacío que existía en la sociedad del siglo XIX: llevar al gran público los avances científicos. En una entrada pasada, hablé de la revista soviética техника-молодёжи, en donde la Ciencia y la técnica eran puestas a disposición de la población rusa, en especial de los niños, quienes dentro de algunos años convertirían a la URSS en la primera potencia científica y tecnológica del mundo. Julio Verne hizo lo propio en el siglo XIX. En nuestro siglo me temo que no hay nadie que lo esté haciendo.

Las novelas de Julio Verne fueron leídas tanto por niños como mayores. Sin embargo, en la sociedad de nuestros días, son pocos los mayores que quieren volver a imaginar lo imposible (llegar a la Luna, fabricar una ciudad flotante, viajar en globo, vivir en una isla misteriosa, dar la vuelta al mundo, bajar a las profundidades de la Tierra, viajar en submarino…). Es posible que estemos inmersos en una sociedad del «no me asombro ante nada» que nos impide apreciar la grandeza de la naturaleza, la Ciencia e incluso de nuestra imaginación.

Hace diez años que no leo nada de Julio Verne. Leí todas sus novelas importantes y algunas olvidadas entre los doce y quince años. Compré muchos ejemplares, incluso repetidos, con el fin de tener su obra completa, pero la edad me jugó una mala pasada y me quedé muy lejos del final esperado. A pesar de ello, sigo manteniendo sus novelas en un lugar especial, quizás esperando ese día en el que me apetezca de nuevo creerme eso de bajar al centro de la Tierra o dejarme abandonar junto a otros niños en una isla.

Cordón umbilical

Apunten este nombre: Daniel de Vicente Martín (Madrid, 1990).

Conocí a Dani en el otoño de 2007. Habíamos compartido instituto y nuestras caras nos eran conocidas pero nunca antes habíamos intercambiado una sola palabra hasta el día en que entré en su casa para ayudarle con las matemáticas. Le sacaba dos años, por lo que la relación profesor-alumno pronto se transformó en un colegueo agradable.

Recuerdo la cantidad de horas que pasé en su casa y lo fácil que me resultó enseñarle las matemáticas tal y como yo las entendía. Prestaba atención y se interesaba por lo que le contaba; después apuntaba en los márgenes los pasos a seguir para la resolución de todo tipo de problemas. Su disciplina me llamó tanto la atención que a todos los chicos que di clase después les conté la historia de “un chico que estudiaba tan bien que salió del suspenso a casi el sobresaliente en pocos meses”.

Las navidades de ese mismo año nos despedimos después de conocer su aprobado en matemáticas. Para agradecerme la ayuda me regaló un libro, Escribir para vivir, escrito por él cuando tenía dieciséis años. Constaba de unos cuantos relatos en los que ya apuntaba maneras: capacidad para tergiversar la realidad, imaginación y, sobre todo, observación.

Tras ese año de matemáticas, Dani entró a estudiar periodismo y yo me despedí de él. Le vi un par de veces y no volví a saber nada más de su vida hasta que hace un tiempo recibí un email suyo en el que me comunicaba que iba a estrenar una obra de teatro titulada Cordón umbilical. No me la podía perder.

Actores y Daniel de Vicente. Cordón umbilical.

Actores y Daniel de Vicente. Cordón umbilical.

Cordón umbilical habla de la mentira y la falsa apariencia en las relaciones personales. Seis personajes unidos por un cordón mezclan sus vidas sin saber que entre ellos hay más lazos de los que imaginan. La historia de tres parejas se convierte en una sola historia cuyo eje conductor es la mentira. Los personajes aparentan lo que no son cuando están con sus conocidos, mientras que son ellos mismos en presencia de desconocidos. La pregunta que me rondó por la cabeza mientras veía la obra fue: ¿es más sencillo ser uno mismo frente a alguien que no te conoce que frente a un familiar o amigo?

Antes de ir al teatro, estuve leyendo algunas entrevistas que habían hecho a Dani y hubo una declaración que me dejó indignado: “Muchas editoriales se niegan a leer mis manuscritos por tener 22 años”. Al parecer en esta vida sólo tienes dos opciones para publicar: o ser un escritor consagrado, o serlo. No existe la posibilidad de que un joven con talento brille más que un viejo sin él. Algunos editores deberían repasar la historia, no sólo de la literatura sino también de la ciencia y otras disciplinas, para darse cuenta de que muchas de las grandes ideas surgieron de veinteañeros. La edad te da la experiencia para transformar pequeñas ideas en grandes proyectos, pero la juventud te da las grandes ideas que no requieren apenas de experiencia para hacer con ellas lo que desees.

No sé si se volverá a representar Cordón umbilical en el teatro. Si así es, recomiendo ir a verla. Si no vuelve a los teatros, recordad el nombre de su autor porque promete.

La contravida (Philip Roth)

Cuántas veces hemos pensado que el argumento de una novela sería aún mejor si el autor hubiese decidido hacer un giro en un determinado momento; cuántas veces hemos deseado que un personaje no muriera a mitad de camino; cuántas veces hemos pensado que esa historia que leíamos podría ser contada de otra manera totalmente opuesta. Philip Roth (EEUU, 1933) se debió preguntar esas y otra preguntas a la hora de escribir La contravida.

Quien sea lector habitual de este blog, conocerá mi admiración hacia el escritor estadounidense Philip Roth, al que leo desde hace años pero siempre rodeando a sus más valoradas obras (La conjura contra América o Goodbye, Columbus), como si no quisiera acabar pronto con el pastel.

Hace unos días terminé de leer La contravida, una historia que se compone de pequeñas historias en las que el alter ego de Philip Roth, Nathan Zuckerman, es un escritor que distorsiona la vida de su hermano Henry para construir  sus novelas.  La novela se divide en cinco historias: Basilea, Judea, En Vuelo, Gloucestershire y Entre cristianos.

La contravida

La contravida

Partiendo de la impotencia de su hermano (Henry), Nathan construye una brillante historia [Basilea] que acabará con el fallecimiento de Henry tras una operación con la que pretendía curar su  impotencia sexual. Si el lector se siente decepcionado con esa muerte, no tiene de qué preocuparse, en la siguiente historia [Judea] Henry se traslada a un campamento de judíos ultraortodoxos tras haber superado con éxito la operación y haber abandonado a su mujer e hijos. Será Nathan el que tendrá que viajar hasta Judea para convencer a su hermano de que aquel no es su lugar. En la tercera parte [Gloucestershire], Philip Roth propone algo más potente: Nathan se queda impotente y se enamora de una joven inglesa (Maria) con la que mantiene una relación a pesar de ser incapaz de mantener relaciones sexuales con ella. Ésta quizás es la parte más reflexiva del libro ya que pone sobre la mesa el papel del sexo en una relación y de cómo cada persona lo puede interpretar a su manera: Nathan se empeña en pasar por una complicada operación para recuperar su potencia (vemos que se mezcla con el argumento de Judea) y Maria intenta impedírselo al sentirse capaz de seguir con ese tipo de relación. Al final, Nathan se somete a la operación y fallece. En la última de las historias [Entre Cristianos], Nathan y Maria son una feliz pareja de recién casados. Sin embargo, lo que parecía un final feliz, se convierte en una auténtica tortura para Nathan, que no se siente capaz de ser en judío en Inglaterra.

La contravida se trata de una novela con una estructura compleja en la que podemos encontrar a un Philip Roth ingenioso a la hora de crear diálogos y a un perfecto narrador capaz de combinar cinco historias para dar una sola. Si no se ha leído nada de él puede resultar agobiante la obsesión que siente Zuckerman (y, por tanto, Philip Roth) hacia temas como la muerte, la enfermedad, la infidelidad o el judaísmo. Pero si se conocen las inquietudes del autor, La contravida supondrá un punto de encuentro de las temáticas presentes en otras de sus novelas (El animal moribundo, El mal de Portnoy, Engaño o Lección de anatomía).

Me marcho.

Me he marchado.

Te dejo.

Dejo el libro.

Eso es. Por supuesto. ¡El libro! Maria se considera producto mío, se tiene por una fantasía y, utilizando su inteligencia, se marcha por el foro, y no sólo me deja a mí, sino que también abandona una prometedora novela sobre la guerra cultural que apenas está escrita, salvo en su feliz arranque.

Libra (Don DeLillo)

Los estadounidenses tiene miedo, mucho miedo.  El estadounidense medio siente el miedo que sus gobernantes le imponen; lo acepta como suyo y como si estuviera fundado en su propia percepción. Los estadounidenses tiene miedo porque hay aviones que sobrevuelan sus cielos, porque hay niños que van al colegio con mochilas antibalas, porque tienen un ejército que regresa con secuelas mentales tras una “intervención humanitaria”, porque hay locos – supuestos marginados – que tienen armas al alcance de su mano. Son las armas. Pero todos sabemos que, en realidad, no son las armas. Los estadounidenses tienen miedo porque son conscientes de que todas las semillas de odio que su país ha ido sembrando por el mundo han germinado y no hay armas que puedan arrancar las flores del mal. Pero ese miedo hacia lo que está tras sus fronteras pierde algo de interés cuando son conscientes de que dentro de ellas hay individuos que pueden alterar – con sólo apretar un gatillo – la tranquilidad de un soleado día de otoño, como el del 22 de noviembre de 1963, cuando Lee Harvey Oswarld asesinó a John F. Kennedy.

De ese asesinato se han derramado ríos de tinta, tanto para estudiarlo como para desfigurarlo, aprovechando que nunca se dejó claro quién mandó asesinar a JFK (recuérdese que el informe de la Comisión Warren señaló a Oswarld como único asesino, pero después, en 1979, el Comité Selecto de la Cámara sobre Asesinatos presentó conclusiones distintas: no había un único francotirador en la zona, la CIA podía tener algo que ver en el suceso…). Dicen que si el río suena es que agua lleva; a nadie extrañaría que la CIA pudiera estar detrás del asesinato de Kennedy puesto que hoy en día tenemos sospechas de sobra conocidas para atribuirle “pequeños” deslices.

Libra - Don DeLillo

Libra – Don DeLillo

En 1988, Don DeLillo (EEUU, 1936) quiso poner su granito de arena a la especulación-conspiración del 22-N con su novela Libra. Historias entrecruzadas, encuentros, despedidas, locuras, pasiones, utopías, desengaños y traiciones plagan la historia. Don DeLillo, demostrando ser un maestro de la narración, ofrece al lector una novela sustentada en la magnífica construcción del protagonista desde diferentes puntos de vista: su madre, un sector de la CIA y la voz de un narrador que no le deja tranquilo en ningún momento. Oswarld es presentado en cuatro escenarios diferentes: niñez, juventud en la marina, en la URSS y en EEUU. En el primero de ellos nos encontramos con un niño nacido en el seno de una familia pobre y desestructurada, con un padre ausente y un hermano militar. Conforme va creciendo, la revista Time y los libros de Marx hacen mella en él, hasta que, desesperado por la ausencia de futuro y la idolatría hacia su hermano, decide enrolarse en la marina. Apenas transcurren tres años cuando deserta a la URSS. Allí se casa con la hija de un coronel del KGB e intenta servir al país que porta el estandarte del comunismo, pero Owarld, demasiado idealista, se decepciona al no ser capaz de comprender que los paraísos no existen y mucho menos en un mundo lleno de infiernos. Confuso tras descubrir que las utopías no existen regresa a EEUU junto a su mujer. Allí descubre la dureza del lado opuesto de la Guerra Fría mientras unos agentes de la CIA que fracasaron en el ataque a Bahía de Cochinos, le convencen para atentar contra el presidente Kennedy con el fin de justificar una invasión a Cuba. Lee Oswarld desconoce los verdaderos fines de su atentado, pero los tres agentes de la CIA le prometen pasar a la historia tras el asesinato del presidente.

A este eje argumental, DeLillo añade varios argumentos satélites que complican demasiado el seguimiento de la historia. Se necesita paciencia, tranquilidad y tiempo para encajar todas las piezas del rompecabezas y entender la obra en su totalidad. En mi opinión, la grandeza de la novela, y por lo que su lectura resulta tan atractiva, es el haber introducido el componente político al hecho histórico que fue el asesinato de Kennedy. Don DeLillo especula, sí, pero especula en una determinada dirección porque conoce las miserias de la política exterior de su país. De hecho, cuando leí que tres agentes de la CIA querían asesinar a Kennedy para tener un argumento contundente con el que justificar una invasión a Cuba, me pareció más coherente que todas las explicaciones vacías de contenido político. Pero como la realidad supera a la ficción, DeLillo, seguramente, se quedó corto en su especulación. Lo triste es que nunca sabremos (porque así se quiere) conocer el verdadero entramado que hubo tras uno de los asesinatos más mencionados y recordados de la historia.

Recordando a Charles Dickens

Charles Dickens (Inglaterra, 1812 – 1870) comenzó a trabajar en una fábrica de betún a la edad de doce años. Sin apenas formación académica, aprendió a narrar historias como nadie jamás ha podido volver a hacer: colocando sobre la balanza ternura y dureza a partes por igual.

[No podía dejar que este año se escapara sin dedicar unas líneas a este magnífico narrador en el bicentenario de su nacimiento. La idea me llevaba rondando la cabeza desde que creé el blog (11 de febrero) y no he podido llevarla a cabo hasta el último día de este año. No he leído mucho de Dickens, más bien poco: Grandes esperanzas, David Copperfield y un pequeño libro de cuentos llamado La Navidad cuando dejamos de ser niños. Sin embargo, creo que sólo con David Copperfield te puedes hacer una idea de la grandeza del autor y de su capacidad innata para transmitir. Sus mil y algo páginas se te deshacen en las manos en pocos días. Comienzas, y cuando eres consciente de que estás leyendo un libro, ya vas por la mitad, odias a la mitad de sus personajes y temes que la próxima mitad pase igual de rápido que la primera. El ejemplar que tengo está arrugado, con gotas de sudor en cada una de sus páginas, marcas de dedos y alguna que otra mancha. No es que sea descuidado con mis libros, todo lo contrario, pero éste me acompañó en un largo viaje y la historia no me dejó seleccionar los momentos para su lectura]

Charles Dickens en 1861. (George Herbert)

Charles Dickens en 1861. (George Herbert)

Dickens pasó unos años en la fábrica de betún al tiempo que dedicaba su tiempo libre a leer novelas de aventuras, como Don Quijote de La Mancha o Robinson Crusoe; historias que le marcaron en su día y le influenciaron posteriormente para crear las suyas. Consiguió trasladar esas influencias a su tiempo, dejándonos un retrato fiel de las miserias de la época victoriana: explotación infantil, carencia de derechos humanos, desigualdad…

[Este año he leído más libros que cualquiera de los años que llevo leyendo, y no son muchos (ya comenté mi odio hacia la lectura en 23 de abril, Día del Libro.¿Algo que celebrar?). De entre todas esas decenas de libros, David Copperfield sobresale junto a El laberinto de la soledad. Lo compré nada más acabar Grandes esperanzas, hará ya tres años; necesitaba recuperarme del sabor amargo que me había dejado el final. Se ve que se me pasó rápido porque David Copperfield me estuvo mirando durante dos años y medio desde una estantería. Atravesó el Atlántico en una mochila esperando que me quedara sin nada que leer para que me atreviera con él]

Cuando Dickens narra, el resto leemos. Su punto fuerte es la creación de personajes. Consigue que odies a quién él señala como malo, que quieras al que él señala como bueno y que simpatices con los que sin llegar a ser buenos, en algún capítulo lo serán. Aunque siempre parte de historias en las que los niños son los protagonistas, en cada una de ellas el niño es diferente, pero siempre humilde y luchador, como fue Dickens en su niñez. Son muchos los que han quedado admirados por sus tiernas  (y a la vez crudas) historias. Tolstói, por ejemplo, llegó a decir que toda obra de ficción debía ser juzgada utilizando como patrón el capítulo de la tempestad de David Copperfield. No exageraba.

[Cansado como estaba (y estoy) del blog, decidí no hacer ninguna entrada sobre Dickens y dejar que el año acabase sin más, como otro, sin recordar a este autor que tantas buenas horas me ha hecho pasar. Pero hace unos días me regalaron unos cuentos breves que me recordaron que todavía tenía pendiente una cita con su autor. Estaban englobados bajo el título La Navidad cuando dejamos de ser niños. No es que derrochen sentimiento navideño, salvo uno de ellos (el que da título al libro), pero por lo menos te hacen pasar un buen rato entre tanto polvorón, roscón y luces que iluminan el cielo]

No se puede leer a Dickens para pasar el rato. Sus historias albergan una crítica social dura y directa hacia la sociedad del momento. Hay que leerle con los ojos bien abiertos y con la mente puesta en su época, intentando trasladar sus críticas a nuestros días, deseando la aparición de un nuevo Dickens que señale y condene con la misma coherencia y ternura que aquel que nació hace ya doscientos años.

Hasta el año que viene.

El diablo

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Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón.

Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor es que perezca uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna.

Y si tu mano derecha te escandaliza, córtatela y arrójala de ti, porque mejor te es que uno tus miembros perezca, que no que todo el cuerpo sea arrojado a la gehenna.

Epígrafe con el que comienza El diablo.

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No es difícil escoger una obra de Lev Tolstói (1828 – 1910. Imperio ruso) para escribir sobre ella. Si tuviese que dedicar una entrada a Guerra y paz o a Anna Karénina fracasaría en el intento, también si me decantase por uno de sus cuentos breves. Por eso, y porque últimamente el tiempo es lo que menos me sobra, prefiero comentar una de sus novelas breves, El diablo.

*       *       *

Hace unos años me leí todos los libros de Tolstói que había en la biblioteca de mi barrio. Entre tanto cuento y novela, hubo uno que me llamó especialmente la atención; se trataba de El diablo, una pequeña novela en la que Tolstói – al igual que en La sonata a Kreutzer – analiza las relaciones sentimentales. Tanto una como otra pertenecen a un periodo en el que el autor reflexionó acerca de sus valores morales. La sonata a Kreutzer la publicó en vida pero El diablo – por razones de peso – no.

El diablo es un texto sustentado en tres pilares: la pasión, el compromiso y la culpa. Evgueni Irténev es un joven soltero que hereda una finca y los siervos que en ella trabajan. Para satisfacer sus necesidades sexuales mantiene relaciones con una de las campesinas, Stepanida, hasta que se enamora de una joven de la ciudad cuyo estatus social es similar al suyo. En poco tiempo se casan y esperan un hijo, pero la alegría se esfuma cuando la mujer sufre un aborto y Stepanida le dice a Evgueni que está embaraza de él. Arrastrado por la desilusión, el joven deja de amar a su mujer y vuelve a sentir unos deseos incontrolables hacia Stepanida. Es así como Evgueni se ve atrapado en un callejón sin salida mientras el deseo, el compromiso y la culpa luchan entre sí. Finalmente, al no encontrar una solución racional al conflicto, Evgueni decide asesinar a una de las dos mujeres. Dependiendo del final que leamos – porque hay dos desenlaces –, la víctima es una u otra.

Cuando acabé de leerme el libro, lo primero que pensé fue: ¿quién es el diablo? Puede que sea la campesina por alejarle del camino marcado; puede que sea la mujer que frena sus pasiones; o tal vez Evgueni, que no actúa como se espera de él. Es difícil decantarse por una de las opciones (más si atendemos a los dos finales), aunque me inclino a pensar que para Tolstói el diablo era Stepanida, una campesina que consigue desestabilizar a un hombre al que le espera una espléndida carrera, en palabras del propio autor.

Tolstói no publicó esta obra en vida. Es más, escondió el manuscrito dentro del sofá de su despacho para que su mujer no pudiera leerlo. Quién sabe si tras su lectura pudiera llegar a pensar que su marido se había inspirado en una situación personal. Quién sabe si Tolstói había sentido lo mismo que Evgueni. Quién sabe si el diablo en realidad se encontraba dentro de sí mismo.

Un adiós a Orhan Pamuk

Ante todo admiramos a los autores por los libros que han escrito, por supuesto. Con el paso de los años nuestros recuerdos de la época en que los leímos por primera vez y la nostalgia de los sentimientos que despertaron en nosotros, se unen a la admiración que experimentamos  en nuestra primera lectura. La afinidad que sentimos por el autor ya no solo se debe a que nos ha presentado una imagen del mundo que se nos ha grabado en el corazón, sino también a que ha formado parte de nuestro desarrollo vital y espiritual.

Otros colores. Orhan Pamuk.

Recuerdo la primera vez que leí a Orhan Pamuk (Estambul, 1952). Por aquel entonces era un escritor turco aspirante al Nobel de Literatura que sobrevivía en Turquía pese a los problemas políticos en los que se había metido por escribir y opinar sin tapujos. Al año siguiente – si mal no recuerdo – se lo concedieron. La onda expansiva tras el boom sueco llegó incluso a España, tierra árida en lectores. Recuerdo algún cartel publicitando sus novelas; también los escaparates de las librerías, que aprovecharon la ocasión para relanzar las novelas de un escritor que no había calado, ni caló, ni cala entre el gran público.  Recuerdo también que yo no quise leer ningún otro libro suyo porque el que había leído (El astrólogo y el sultán) me había decepcionado. Pero al final, al cabo de un par de años, en un largo viaje de verano, decidí leer un libro que me marcó en su día y al que he vuelto a ir en innumerables ocasiones: Estambul. Ciudad y recuerdos. Ese libro me alejó de los países por los que estaba viajando para llevarme directamente a Estambul. Fue ése el inicio de una larga lectura que duró años en mi mente y meses en la realidad. Leí todo lo que pude de él, aunque en el camino me dejé Nieve, todo un clásico en su obra.

Orhan Pamuk en su estudio.

Pamuk consigue con sus libros crear un ambiente paralelo al real. Su mundo, aunque está ambientado en una ciudad que puedes ver, oler y sentir, no corresponde a la realidad.  Él, más que un estilo propio, se ha creado un universo propio, donde los personajes se encadenan novela tras novela y los argumentos se repiten sin caer en la monotonía. Ese mundo paralelo alcanza su máxima expresión en la novela El Museo de la Inocencia. Todo lector que conozca la trayectoria literaria (y vital) de Pamuk encontrará en ella un lugar de convergencia, un lugar donde el estilo se define por completo y la grandeza del autor se muestra desnuda tras una prosa ágil, cuidada y aparentemente sencilla. Es tal la importancia que el propio autor da a esa obra que hace unos meses materializó la ficción en un lugar físico de Estambul. El Museo de la Inocencia existe; lo creó tras la publicación de la novela, rompiendo así la frágil línea que –en ocasiones – separa la ficción de la realidad.

El mundo de Pamuk se sustenta en dos pilares: el amor y Turquía. Parece como si el autor entendiera que no hay diferencia entre esos dos conceptos. Amor y Turquía, Turquía y amor: dos palabras que sin significar lo mismo resumen una misma reflexión. Entremezcla la decadencia de Turquía tras un pasado de gloria con la decadencia del amor tras un presente/pasado de felicidad. Pero no es un carácter meramente depresivo o autodestructivo el que enmarca su estilo. Pamuk busca algo de felicidad entre la decadencia, como si en el mundo de los desposeídos de toda gloria la felicidad compartiera raíz con la causa de la decadencia. El duelo entre opuestos, la dialéctica, no tiene cabida en sus novelas. La síntesis no existe porque no queda claro qué es la tesis y la antítesis; son conceptos mezclados.

El análisis sentimental del ser humano es otro rasgo en su estilo. En primera persona se sumerge en la vida de sus personajes hasta sacar de ellos lo máximo que pueden dar: sus pasiones, sus odios, sus miedos o sus sueños. Exprime la parte más sentimental de los personajes, consiguiendo con ello que el eje argumental de sus novelas no sea la historia que leemos, sino el sentir de sus personajes hacia la historia que protagonizan. Esos personajes resultan ser excesivamente parecidos entre sí, dándonos a entender que no son más que una prolongación ficticia de su autor. No obstante, Pamuk consiguió desligarse de sí mismo en Me llamo rojo, creando una obra difícil, negra, histórica y romántica, en donde todos los personajes hacen de narradores. No es común el uso de múltiples narradores, ni tampoco que el lector los asuma con naturalidad. La ventaja que encontró utilizando múltiples narradores en primera persona fue la de ofrecer una visión completa y “objetiva” de toda una historia. No deja de ser curiosa la forma en la que está narrada esta novela en comparación con las demás. A Pamuk le cuesta desprenderse de sus vivencias, por eso el uso de la primera persona le resulta tan cómodo al narrar historias sustentadas en aspectos autobiográficos. En Me llamo rojo parece que se esforzó por huir de sí mismo, y lo logró, ya lo creo que lo logró, aunque la primera persona del singular le obligara a encontrar – sin desprenderse de ella – nuevas formas narrativas.

Posando en El Museo de la Inocencia. Estambul.

Pamuk es un apasionado de la literatura. Siendo estudiante de arquitectura dejó todo y se puso a escribir como si le fuera la vida en ello. Por eso siempre me ha parecido un niño de papá que, aprovechando la riqueza de su familia, hizo lo que le vino en gana. Pero ese tiempo de vacío no fue fácil para él ni para su familia. Pamuk trabajó duro durante años hasta que consiguió que su primera novela viera la luz; rozaba los treinta y el fracaso estaba a la vuelta de la esquina. Al final lo consiguió con Cevdet Bey y sus hijos (inédita en castellano). Se convirtió en el escritor turco de referencia al crear un nexo entre oriente y occidente, logro que le acarreó serios problemas políticos. En Otros colores es posible leer entrevistas y artículos en los que queda claro su posicionamiento político y los problemas que tuvo antes de ganar el Nobel.

Dije adiós a Pamuk hace tres años, cuando tenía veintiún años. Me leí La vida nueva y no me aportó nada. Sus páginas caían de nuevo en el mismo eje argumental, en la misma angustia y los mismos sentimientos de algunas de sus novelas, como El libro negro. Pensé que a Pamuk le había marcado tanto un suceso de su adolescencia que nunca sería capaz de liberarse de él a la hora de escribir. Pensé que su vida y su obra se alimentaban la una de la otra. Pensé que ya era hora de dejar a ese autor por un tiempo y cambiar de vida. Pensé que el exceso de sentimentalismo cansa, más en literatura. Pensé que Pamuk utiliza la literatura como terapia y al lector como psiquiatra mudo. Pensé demasiadas cosas y acabé por olvidar a Pamuk. Sin embargo, el otro día, en una situación que no viene al caso, me preguntaron por mi autor preferido. Tenía a ocho personas esperando una respuesta y no se me ocurrió nombrar a otro distinto a Pamuk. Ese día me acordé de él, del invierno que pasé leyendo sus novelas y de cómo acabé por identificarme con el capítulo 34 de Estambul. Ciudad y recuerdos, La infelicidad es odiar la ciudad y odiarse a uno mismo. En ocasiones releo fragmentos de esas memorias y pienso que con ellas consiguió acercarse a un montón de desconocidos al tiempo que se distanciaba de su familia. Valoró más su obra que su vida privada. Lanzó al mundo unas memorias como si el mundo fuera ciego o no tuviera dedo con el que señalar. Pamuk sufrió y sufre la enfermedad del escritor, ésa que hace pensar que nada de lo que se escribe será leído por alguien. ¿Qué más da despojarse de la vida si con ella se crean otras?  ¿Qué más da ser un nombre en una portada? ¿Quién es Orhan Pamuk? ¿Qué será? ¿Alguien recordará que vagaba por Estambul cuando la noche ya era cerrada? No, nadie recordará eso. Nada será recordado. Ojalá no hubiera leído nada suyo, aún tendría algo que descubrir.

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Las calles de Beyoglu, sus rincones oscuros, el deseo de huir y el sentimiento de culpabilidad parpadeaban en mi mente como luces de neón. Tal y como podía percibir en los momentos de rabia y sentimentalismo excesivos, esas calles de la ciudad que tanto amaba, medio oscuras, medio atractivas, sucias y malignas, hacía mucho que habían ocupado el lugar de ese segundo mundo al que antes podía escapar. Supe que esa noche no estallaría una discusión entre mi madre y yo, que poco después cruzaría la puerta, huiría a la calles, que me darían consuelo, y que después de caminar largo rato regresaría a casa a medianoche y me sentaría a mi mesa para intentar extraer algo del ambiente y de la química de aquella calles.

–          No voy a ser pintor – dije –. Seré escritor.

Estambul. Ciudad y recuerdos. Orhan Pamuk

50 aniversario de «La naranja mecánica»

–          ¿Y ahora qué pasa, eh?

Estábamos yo, Alex, y mis tres drugos, Pete, Georgie y el Lerdo, que realmente era lerdo, sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco.

1ª edición en castellano

Han corrido ríos de tinta analizando, explicando y justificando la adaptación cinematográfica de La naranja mecánica. Por eso, en el 50 aniversario de la publicación de la novela, dedicaré unas líneas a Anthony Burgess (Inglaterra, 1917 – 1993), el verdadero cerebro creador de la reflexión que se esconde tras la insuperable adaptación de Stanley Kubrick.

Poca gente ha leído La naranja mecánica. Poca gente reconoce a Anthony Burgess cuando se cita su nombre en una conversación; casi siempre tiene que ir acompañado de la coletilla «el autor de La naranja mecánica». Quizá su firma pase a la posteridad por encontrarse a la sombra de una de las mejores películas de la historia del cine, pero no por ello tenemos que arrebatarle su valor.

S.Kubrick adaptó la novela de A.Burgess, La naranja mecánica.

En 1959 Anthony Burgess se derrumbó en mitad de una clase debido a un tumor cerebral. Su vida – dedicada al ejército y a la enseñanza de idiomas – sufrió un cambio severo cuando los médicos pronosticaron que pocos meses le quedaban de vida. Angustiado con la idea de no dejar herencia a su mujer, abandonó su trabajo para dedicarse a tiempo completo a la literatura, escribiendo cinco novelas y media durante el año pronosticado de vida. Sin embargo, la muerte no le llegó, pudiendo disfrutar de la literatura treinta y dos años más de lo previsto.

Una de las cinco novelas que escribió en aquel periodo fue La naranja mecánica. Un texto provocativo, duro y reflexivo cuya trama es cuanto menos original. Un grupo de cuatro jóvenes, pertenecientes a una sociedad distópica, pasan el rato bebiendo, robando y propinando palizas a todo aquel que se ponga por delante. La noche en la que se disponen a cometer un importante atraco, tres del grupo traicionan al cabecilla, Alex, que acabará entre barrotes. Allí se ofrece como conejillo de indias para probar una técnica de reinserción en la sociedad que consiste en provocar al reo un fuerte malestar cuando sienta impulsos delictivos. Tras someterse a dicha técnica, Alex queda aparentemente capacitado para llevar una vida en paz junto al resto de la sociedad; eso  sí, el precio de su reinserción es la anulación de su propia capacidad de elección.

Inspirada en una experiencia personal (su mujer fue víctima en 1944 de un robo y violación en Londres por parte de cuatro marines estadounidenses), La naranja mecánica se convirtió en una novela de culto. Fue tal su repercusión en los círculos intelectuales que numerosos estudiantes pretendieron realizar sus tesis doctorales sobre la novela, como afirma Antonhy Burgess en la introducción de 1986. Y es que la novela, pese a su brevedad, abarca temas tan complejos como la moral, la ética o la libertad.

Anthony Burgess (1917 -1993)

Narrada en primera persona y usando un lenguaje inventado al que cuesta acostumbrarse (nadsat), la novela nos introduce en la problemática de la capacidad de elección, el duelo entre el bien y el mal, la ausencia de moral y la importancia de la libertad.

Alex es un joven nacido en una sociedad carente de valores. Como individuo perteneciente a ella reproduce de forma grotesca sus contradicciones. Su duelo interno entre el bien (amor por la música, el lenguaje y la belleza) y el mal (derroche de violencia, robos y violaciones) es la representación de una sociedad decadente que, sin dejar de recordar tiempos pasados, se tiene que enfrentar a un presente descontrolado. Sin asumir que la decadencia crea jóvenes como los cuatro drugos protagonistas, la sociedad utiliza la represión como única arma estabilizadora. Así nos encontramos al joven Alex en una cárcel donde la reinserción se pretende basar en la Técnica Ludovico, un experimento cuya metodología consiste en crear una respuesta negativa ante un estímulo delictivo, de tal manera que el individuo se sienta incapaz de ejecutarlo. Ese punto es clave para la reflexión: Alex no cometerá delitos en el futuro porque entienda que no es ético, sino porque la sensación momentos antes de cometerlos será tan desagradable que no podrá realizarlos. Esa supresión de la libertad (de la capacidad de elección) convierte al joven drugo en siervo de la represión. Y así lo entiende la sociedad cuando por fin sale de la cárcel: nadie le acepta, ni su propia familia, porque ven en él al mismo individuo que entró en la cárcel. Alex tendrá que asumir el rechazo de la sociedad sin entender las razones y comprobando cómo el sistema, pese a estar podrido, muestra una falsa cara de felicidad y estabilidad. Finalmente, transcurridos varios años, Alex asumirá que la violencia gratuita no tiene cabida en una sociedad con ciertos valores éticos.

Para alguien que sólo haya visto la película, esta última frase carecerá de sentido alguno puesto que la adaptación cinematográfica se basó en la edición norteamericana, la cual prescindió del capítulo en el que Alex – pasados algunos años – se convierte en un modélico ciudadano.

Yo, fiel admirador de Stanley Kubrick, me decanto por el “anti-desenlace” de la adaptación. Creo que cerrar la historia con un final feliz hace perder credibilidad a la novela, por no hablar de la puerta que cierra a la reflexión. No obstante, Anthony Burgess opinó lo contrario, declarando en numerosas ocasiones que se cansó de dar explicaciones sobre algo que él no había escrito.

Salvando esa polémica, ambas “naranjas” son dignas de estudio. Siempre he sido de la opinión de que los libros superan a las adaptaciones cinematográficas, exceptuando algunos casos como la filmografía importante de Kubrick (La chaqueta metálica, El resplandor,  Barry Lyndon o Eyes Wide Shut). Pero es también en la obra de Kubrick donde encuentro la igualdad entre novela y adaptación, como Lolita de Nabokov o, en este caso, La naranja mecánica de Anthony Burgess.

Sin más, me despido con las últimas líneas que nos dedicó Alex:

Pero donde vaya ahora, oh hermanos míos, tengo que itear odinoco, no podéis acompañarme. Mañana es todo como dulces flores y la tierra vonosa que gira, y allá arriba las estrellas y la vieja luna, y vuestro viejo drugo Alex buscando odinoco una compañera. Y toda esa cala. Un mundo grasño y vonoso, realmente terrible, oh hermanos míos. Y por eso, un adiós de vuestro druguito. Y para todos los demás en esta historia, un profundo chumchum de música de labios: brrrrr. Y pueden besarme los scharros. Pero vosotros, oh hermanos míos, recordad alguna vez a vuestro pequeño Alex que fue. Amén. Y toda esa cala. 

El laberinto de la soledad

El laberinto de la soledad es un ensayo escrito por el Premio Nobel mexicano Octavio Paz (México, 1914 – 1998) cuya lectura es un placer para todo aquel que haya vivido en México o, al menos, haya tenido la oportunidad de pasar largo tiempo viajando por él.

Cada capítulo constituye un escalón que nos acerca a un concepto clave en el ensayo, la mexicanidad. Eso que en un principio aparenta ser el conjunto de rasgos que caracterizan la identidad mexicana, no es otra cosa que la máscara que los mexicanos portan, la máscara que oculta la verdadera identidad mexicana.  Esa máscara, la mexicanidad, es una careta colocada mediante imposición que aleja al mexicano de su forma de ser, aparentando aquello que no es.

El laberinto de la soledad me acompañó durante seis meses en México, pero en ningún momento sentí tentación por su lectura, aun conociendo la importancia del texto y del autor. Con la misma indiferencia cruzó dos veces el Atlántico para volver a su lugar de origen, teniendo que transcurrir unos meses para que la melancolía me obligara a buscar algo que me acercara al país que durante un largo tiempo fue mi casa. Tras su lectura, el concepto que tengo enmarcado en mi mente acerca de los mexicanos se ha afianzado. Sus contradicciones, sus tradiciones, sus lugares comunes, su forma de ser… ya no son características inconexas, forman parte de una personalidad descrita con maestría en El laberinto de la soledad.

No es mi intención resumir en estas líneas el ensayo, entre otras razones porque no me veo capaz de explicar con brevedad por qué el mexicano no es él mismo. Octavio Paz lo consigue después de hacer un repaso de la historia de México, desde el periodo precolombino hasta los tiempos post-revolucionarios, al tiempo que descifra cuestiones tan mexicanas como la muerte, el pachuco, las máscaras, y un etcétera conocido por muchos pero interpretado por pocos.

La lectura del texto debe ser pausada. Un atracón puede llevar al lector a pasar por alto la prosa de Octavio Paz y el inmenso contenido que albergan sus sencillas pero complicadas frases. No he leído más del autor pero siempre tuve en mente que era un escritor latino conservador, perteneciente a ese grupo que acabó por renegar de la Revolución Cubana para después desprenderse del comunismo como si éste hubiese sido producto de un experimento fallido en el Este, y no al revés. Tengo que admitir que tras la lectura la imagen que tenía de él ha cambiado considerablemente.

Resulta sobrecogedor que en pocas páginas alguien pueda describir – con acierto o sin él – a un pueblo tan heterogéneo como es el mexicano. Más sobrecogedor me pareció comprobar de nuevo la enorme diferencia existente entre europeos y latinoamericanos, y cómo nuestra pretensión, por muy interiorizada que esté, sea moldear al latino para asemejarle al europeo (como si todavía no nos hubiésemos desprendido de ese lastre colonizador que durante tanto tiempo no entendimos como tal). Por eso me sorprendo cuando se juzga un determinado comportamiento que nosotros no encajamos dentro de nuestras costumbres. Por eso me sorprendo cuando en nombre de una razón que nadie nos otorgó miramos a América Latina con ojos de maestro. Por eso muchas veces deberíamos callarnos y aprender del “alumno” que en numerosos aspectos superó al “maestro”, por lo menos en humildad y humanidad.