El vuelo de Charlie Parker

Pocos periódicos notificaron el fallecimiento de Charlie Parker (EEUU, 1920 – 1955), y aquellos que lo hicieron confundieron su edad y nombre; sólo el New York Post dio la información correcta. La ola racista, continuación de una época pasada de esclavitud, seguía ahogando a todo negro que pretendiera destacar. Por eso, cuando la revista Time quiso ilustrar un artículo sobre la nueva forma que estaba tomando el jazz, no escogió a Charlie Parker como estandarte del movimiento, sino a un brillante músico blanco con estudios clásicos: el recién fallecido Dave Brubeck.

Tras una mimada infancia en la que pasó del bombardino al saxo alto, Charlie Parker conquistó los escenarios sin haber tenido más formación que la impartida por sí mismo. Le gustaba mirar, escuchar a Lester Young y pedir ayuda a los chicos mayores de su banda. Sus grandes progresos con el saxo alto vaticinaban que el pequeño Parker llegaría hasta la cima del jazz, hasta el dominio absoluto de su instrumento. Y allí nos lo encontramos cuando leemos artículos o libros dedicados a su obra, pero durante su corta vida, Bird – apodado así porque su forma de tocar recordaba el piar de los pájaros –, tuvo que enfrentarse al racismo y a un enemigo no menos duro, las drogas.

La pareja drogas y jazz fue inseparable durante muchas décadas. Los inicios de esa turbia relación los podemos encontrar en los propios inicios del jazz, cuando los músicos que pretendía acercarse al estilo “prohibido” se tenían que esconder en tugurios donde lo ilegal era la norma, donde los que nada tenían y a nada podían aspirar se concentraban para ver nacer lo que después sería considerada una música de culto. No obstante, fueron los propios músicos los que fomentaron el consumo desenfrenado de sustancias que acabaron por destrozar la vida profesional de muchos de ellos.

Heroinómano prácticamente desde la adolescencia, Bird (y la mayoría de sus seguidores) pensaba que aquella droga le dotaba del virtuosismo que derrochaba en el escenario, por eso muchos músicos le imitaron a pesar de que él mismo les persuadía, no sé si por miedo a que pudieran alcanzar su nivel interpretativo o porque realmente conocía los efectos negativos de la heroína.

En El perseguidor, Julio Cortázar nos presenta en forma de relato la decadencia de Charlie Parker por culpa de las drogas. Constituye un texto breve pero intenso, dirigido por unos diálogos creíbles en los que Bird se muestra bajo el nombre de Johnny Carter, un saxofonista incapaz de conciliar el éxito de los escenarios con el fracaso de su vida privada. La lectura del relato es recomendable para todo aquel que le interese conocer la visión que tenía Julio Cortázar de Charlie Parker, al que homenajea de forma póstuma.

Aunque es difícil desligar la vida de Bird del consumo de drogas, su obra ha pasado limpia a la historia del jazz gracias a que encabezó la revolución que acabaría rompiendo el swing para colocar los cimientos de un nuevo estilo, el bebop. Esa revolución la llevó a cabo junto a Bud Powell y Dizzi Gillespie, los mismos que protagonizaron “el concierto del siglo”, aquel en el que Charlie Parker tocó con un saxofón de plástico después de empeñar el suyo para poder comprar heroína. Dos años más tarde, moriría por una mezcla explosiva de neumonía, úlcera de estómago, cirrosis y el infarto final que acabó con él. Tenía treinta y cuatro años, aunque según el parte médico su cuerpo correspondía al de un hombre de sesenta. Leyenda o no, lo que está claro es que su contribución al jazz equivale a la de un músico con una prolongada carrera musical.

Dicen que un trueno retumbó en el momento de su muerte. Días después, las paredes se llenaron con graffitis de “Bird lives”.

Bird lives

Bird lives

El diablo

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Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón.

Si, pues, tu ojo derecho te escandaliza, sácatelo y arrójalo de ti, porque mejor es que perezca uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna.

Y si tu mano derecha te escandaliza, córtatela y arrójala de ti, porque mejor te es que uno tus miembros perezca, que no que todo el cuerpo sea arrojado a la gehenna.

Epígrafe con el que comienza El diablo.

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No es difícil escoger una obra de Lev Tolstói (1828 – 1910. Imperio ruso) para escribir sobre ella. Si tuviese que dedicar una entrada a Guerra y paz o a Anna Karénina fracasaría en el intento, también si me decantase por uno de sus cuentos breves. Por eso, y porque últimamente el tiempo es lo que menos me sobra, prefiero comentar una de sus novelas breves, El diablo.

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Hace unos años me leí todos los libros de Tolstói que había en la biblioteca de mi barrio. Entre tanto cuento y novela, hubo uno que me llamó especialmente la atención; se trataba de El diablo, una pequeña novela en la que Tolstói – al igual que en La sonata a Kreutzer – analiza las relaciones sentimentales. Tanto una como otra pertenecen a un periodo en el que el autor reflexionó acerca de sus valores morales. La sonata a Kreutzer la publicó en vida pero El diablo – por razones de peso – no.

El diablo es un texto sustentado en tres pilares: la pasión, el compromiso y la culpa. Evgueni Irténev es un joven soltero que hereda una finca y los siervos que en ella trabajan. Para satisfacer sus necesidades sexuales mantiene relaciones con una de las campesinas, Stepanida, hasta que se enamora de una joven de la ciudad cuyo estatus social es similar al suyo. En poco tiempo se casan y esperan un hijo, pero la alegría se esfuma cuando la mujer sufre un aborto y Stepanida le dice a Evgueni que está embaraza de él. Arrastrado por la desilusión, el joven deja de amar a su mujer y vuelve a sentir unos deseos incontrolables hacia Stepanida. Es así como Evgueni se ve atrapado en un callejón sin salida mientras el deseo, el compromiso y la culpa luchan entre sí. Finalmente, al no encontrar una solución racional al conflicto, Evgueni decide asesinar a una de las dos mujeres. Dependiendo del final que leamos – porque hay dos desenlaces –, la víctima es una u otra.

Cuando acabé de leerme el libro, lo primero que pensé fue: ¿quién es el diablo? Puede que sea la campesina por alejarle del camino marcado; puede que sea la mujer que frena sus pasiones; o tal vez Evgueni, que no actúa como se espera de él. Es difícil decantarse por una de las opciones (más si atendemos a los dos finales), aunque me inclino a pensar que para Tolstói el diablo era Stepanida, una campesina que consigue desestabilizar a un hombre al que le espera una espléndida carrera, en palabras del propio autor.

Tolstói no publicó esta obra en vida. Es más, escondió el manuscrito dentro del sofá de su despacho para que su mujer no pudiera leerlo. Quién sabe si tras su lectura pudiera llegar a pensar que su marido se había inspirado en una situación personal. Quién sabe si Tolstói había sentido lo mismo que Evgueni. Quién sabe si el diablo en realidad se encontraba dentro de sí mismo.

Somethin’Else

El otro día, un músico callejero interpretó Autumn Leaves con ayuda de su xilófono. Este músico, al que conozco de vista, no destaca por la elección de su repertorio (menos por su ejecución), pero consiguió que por un momento prestara atención y recordara una de las mejores versiones de Autumn Leaves y, también, el álbum al que pertenece: Somethin’Else.

Carátula original de Somethin'Else

Carátula original de Somethin’Else

Somethin’Else fue grabado para Blue Note en 1958 por un quinteto de primera categoría:

Cannonball Adderley – Líder de la formación. Saxo alto.

Miles Davis – Trompeta.

Hank Jones – Piano.

Sam Jones – Contrabajo.

Art Blakey – Batería.

Un año antes de que el afamado sexteto de Miles Davis grabara Kind of Blue, Davis y Cannonball se encontraron en los estudios para grabar uno de los imprescindibles del jazz, Somethin’Else, la gran obra maestra de un saxofonista alto que cubrió – por tamaño y por calidad – el hueco que había dejado Charlie Parker tras su muerte.

Cannonball Adderley (EEUU, 1928-1975) fue el referente de los saxofonistas altos durante los años 50, 60 y 70. Aunque ya era respetado cuando se unió al sexteto de Miles Davis, las grabaciones de Milestone y Kind of Blue fueron decisivas en su carrera. Sin embargo, un mes y un año antes de grabar Milestone y Kind of Blue, respectivamente, Cannonball invitó a Davis para ser sideman en un disco perfecto de inicio a fin. Me refiero, como no podría ser de otra manera, a Somethin’Else.

Cannonball Adderley

Cannonball Adderley

El disco consta de cinco temas en los que, según algunos críticos, Cannonball pierde protagonismo frente a Davis. Es cierto que el sonido inconfundible de Davis atrapa bastante la atención, pero creo que Cannonball consigue posicionarse como líder del quinteto gracias a su fuerza y seguridad.

El primero de los siete cortes es Autumn Leaves, una adaptación de la canción francesa Les feuilles mortes. Como he dicho anteriormente, la interpretación del quinteto consigue que sea, para mi gusto, una de las mejores versiones realizada. El siguiente tema, Love For Sale, comienza de una forma similar al anterior: Hank Jones y Art Blakey crean la base sobre la que Davis y Cannonball se lucirán. El tercer corte es el que da nombre al disco. Se trata de una magnífica composición de Miles Davis que comienza con una serie de preguntas y repuestas entre Cannonball y Davis hasta que éste se queda solo. En cuarta posición nos encontramos con un tema escrito por el hermano de Adderley, One For Daddy-O. Es uno de los dos temas que abre Cannonball, el otro es la versión de una canción popular, Dancing in the Dark, último corte del disco.

Somethin’Else es un disco que no puede faltar. Forma parte de esa colección de imprescindibles entre los que se encuentran Kind Of Blue, A Love Supreme, Moanin, The Köln Concert, Mingus Ah Um, Time Out, Maiden Vollage

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A continuación, podéis escuchar el disco completo. El último tema, Bangoon, es un bonus track que no fue incluido en la primera edición de 1958.

Jazz & Humour

Some critics accuse me of being a clown.

Louis Armstrong

Miles Davis no veía con buenos ojos que Dizzy Gillespie entretuviera a los blancos, aparte de con música, con un cómico espectáculo en el que el movimiento de caderas, el baile y demás parafernalia tuviera su lugar. Por eso él nunca protagonizó un show que no estuviera centrado únicamente en su interpretación musical.

Se pueden entender ambas posiciones. Por un lado, Gillespie hacía lo que le venía en gana, pasando por alto que algunos blancos de entre el público le vieran como un ser inferior y, en alguna ocasión, como un payaso negro que tocaba y danzaba para ellos. Y por otro lado, Davis luchaba por cambiar esa visión racista que reinaba en EEUU. Creo que no hay duda en afirmar que la posición de Miles Davis era la más valiente y necesaria. Sin personas así, en EEUU los negros todavía serían tratados como esclavos.

Dejando a un lado esa pequeña anécdota, el jazz siempre ha tenido una parte de humor con la que Miles Davis se encontraba a gusto, pienso yo. Las composiciones tradicionales y las big bands se formaron para entretener al público, divertirle y hacerle bailar. Ese humor, lejos de considerarlo una “payasada” (en el sentido peyorativo), constituye una parte de la esencia del jazz. Y así está plasmado en un disco de Sagajazz, exactamente el 40: Jazz & Humour.

Sagajazz es una colección que pretende abarcar parte de la historia del jazz desde un punto de vista temático. Los discos son bastante variados (en cuanto a compositores e intérpretes se refiere) y la organización muy original. Podemos encontrar recopilatorios de jazz gitano, jazz de mujeres instrumentistas, grabaciones en directo de big bands, jazz por intérprete… todo ello enmarcado en un diseño sencillo pero atractivo.

Carátula Jazz & Humour

Jazz & Humour es un disco curioso, sin más. Lo pones, te ríes y lo quitas. Es evidente que con ese título no puedes esperar mucho más de lo que ofrece, unas risas. Recopila temas de Dizzy Gillespie, Louis Armstrong,  Duke Ellington, Fast Waller, Spike Jones, entre otros. Desconozco si la selección es adecuada porque nunca me ha dado por estudiar la relación entre jazz y humor, aunque tengo que admitir que durante un tiempo estuve enganchado a un disco de Charles Mingus bastante gracioso, pero de eso ya hablaré en otra ocasión.

A continuación os dejo con Cab Calloway y su Chinese Rhythm, corte incluido en el álbum.

Escribiendo a favor

Texto libre. Escrito sin levantar el bolígrafo del papel.

Estamos perdidos en un desierto sin arena, en un mar sin agua, en mitad de ninguna parte y con una brújula que sin apuntar al norte se presenta como guía.

La soledad es la única compañera en este viaje. Nos vanagloriamos de ello como si el no poseer piernas fuera un regalo que sólo nosotros, afiliados a los restos de la postmodernidad, sufrimos. “Toda época pasada fue mejor”, nos repetimos, y al final acabamos por creernos semejante hez del sistema. “Así es la vida”, “esto es lo que toca vivir” y demás frases, donde el argumento brilla por su ausencia, nos encadenan a un conformismo intelectual donde la faz del desencanto se muestra como bella.

Los trenes van abarrotados de gente. No sé a dónde demonios se dirigen si su vida se quedó en casa. Supongo que el ser oveja también es un rasgo del que sentirse orgulloso. Después llegamos a casa y leemos que el Nobel de Literatura ha recaído en manos de un desconocido, tanto para lectores como para críticos. Pero pocos se atreven a decirlo, no vaya a ser que los cultos les tachen de incultos. Se ríen de nosotros y aplaudimos tras la mofa.

Cuando nos vemos obligados a cambiar de tren y pensamos que nada podía ir peor, descubrimos que hasta la soledad se ha fugado, y nosotros, ovejas del sistema, comenzamos a corretear de un lado para otro, escribiendo por aquí y por allá, dejando un despojo de intelecto en cada frase virtual. Llegamos a creernos algo en un mundo sin gente, donde los nadie hacen de guía y pocos pisan fuerte. Algunos echan de menos figuras del pasado aun sabiendo que aquéllas echaron de menos a otras de su pasado. La búsqueda del pasado en vez del futuro nos arrebata la poca dignidad que nos queda entre las manos. Muchos se miran esas manos y descubren que hasta ellas se convirtieron en cuadrados sin sentido.

Los despachos son cuadrados. Las aulas son cuadradas. Las conferencias son cuadradas. Los ponentes son cuadrados que pretenden pasar por esferas que ruedan. Así nos vamos amontonado unos encima de otros, sin dejar escapar a los que están más abajo que, quizá, quién sabe, tienen algo que decir más interesante que lo que escupen los de arriba. Desde abajo, aplastado por la inmensa mayoría, pienso que el Nobel no debería ser un premio sin regreso. Si por la boca del premiado empiezan a salir aberraciones que no representan la realidad de la vida (porque existe una objetividad que no entiende de neutralidad), ese premiado demuestra haber perdido una facultad inherente al escritor: interpretar la realidad con ojos de lince y no de topo.

Con ojos de topo – no por la ceguera sino por el sueño – leo que un pésimo libro supera en ventas a otro pésimo libro. Aplausos. Mientras esto sucede, los escritores miran para otro lado o se cuelgan bajo un puente, frustrados porque toda época pasada fue mejor. Así suceden los días mientras las grandes editoriales se pelean por colocar a su puta, gigoló o chapero en el mejor estante que su bolsillo les permita. La cuerda tendría mejor uso si se cambiase de cuello.

Todo pasa. Nada cambia, ni siquiera las cuerdas que penden de los puentes. Las noches son oscuras y los días brillan demasiado. Paso el abono por seis torniquetes distintos al día. A veces sumo alguno más porque el billete no entra por uno y tengo que colocarme en otro. Entonces es cuando descubro que el torniquete por el que iba a pasar está estropeado y una enorme cola espera poder pasar su billete por el único que funciona. Y así me paso el día, de tren en tren, de cola en cola y de palabra en palabra, leyendo donde puedo y escribiendo entradas para un blog que desconocidos de diferentes partes del mundo leen. No sé si me ponen cara, no sé si alguna vez han pensado la edad que tengo o a qué me dedico. No sé si alguna vez han dicho “menuda mierda, esto es la evidencia de que épocas pasadas fueron mejores”. Pues no sé si lo fueron y no me he parado a pensarlo. Mi mente anda ocupada intentando desvelar por qué en la biblioteca de mi barrio Mo Yan no existía y ahora hay lista de espera para leer sus novelas. Miento al asegurarlo pero pondría la mano en el fuego si alguien apostara lo contrario a lo dicho.

Después del viaje en tren nos morimos. Al final morimos. Unos antes y otros después; pero todos morimos. Nos meten en una caja o nos queman. La caja no es muy grande pero puedes elegir cómo la quieres antes de morir. El tipo de madera pasó a un segundo plano desde que se puso de moda poner luces que osan iluminar la tierra que rodea al ataúd. Creo que nadie ha pensado que ahí abajo no hay nada que iluminar, que bajo tierra la luz no se puede propagar. Abajo no hay nada, sólo tierra y piedras. Lo más triste es que luego colocan una lápida para indicar que tú estás enterrado ahí, pudriéndote junto a un grupo de desconocidos. En esa lápida tu familia puede poner lo que le venga en gana, y muchas mienten. ¡Qué más da!, al fin y al cabo la vida es una constante sucesión de mentiras que nos llevan a la muerte.

Yo coleccionaba esquelas. Al llegar a clase me daban un periódico grapado de dudosa fiabilidad. Me saltaba todas las páginas hasta dar con las únicas que no podían mentirme. Las esquelas que me interesaban las recortaba y me las guardaba. Al cabo de un tiempo me cansé, como todo el mundo que colecciona ese tipo de cosas. Luego me puse a trabajar y dejé de ir a esa clase en la que leía y recortaba a la muerte. No tuve más remedio que empezar a ir a otras clases con horario de tarde. Y así pasé un curso entero, yendo de un sitio para otro, pasando el abono por un montón de torniquetes que me conducían a lugares donde no quería perder mi tiempo. Pensaba que toda época pasada de mi vida había sido mejor.

Mo Yan se lleva, a parte de mucho dinero, el reconocimiento internacional. El tiempo pasará y sus pocas novelas serán olvidadas. Tendrá una tumba y una lápida en la que pondrá su nombre y algunas cosas más: Mo Yan, Premio Nobel de Literatura 2012, por ejemplo. Poca gente le irá a visitar tras su muerte. Se pudrirá como el resto, junto al resto y nada sabremos de la vida, la muerte y de épocas pasadas.

Fotografías de jazz II

Lil Hardin (1898-1971)

Louis Armstrong (1901-1971) & Ella Fitzgerald (1917-1996)

Benny Goodman (1909-1986)

Mary Lou williams (1910-1981)

Thelonious Monk (1917-1982)

Bebo Valdés (1918)

Charlie Parker (1920-1955) & Miles Davis (1926-1991)

Melba Liston (1926-1999)

Cannoball Adderley (1928-1975)

Albert Ayler (1936-1970)

Herbie Hancock (1940)

Keith Jarrett (1945)

Joshua Redman (1969)

Esperanza Spalding (1984)

Kind of Blue

A Yurena, por mostrar el camino.

“There is a Japanese visual art in which the artist is forced to be spontaneous. He must paint on a thin stretched parchment with a special brush and black water paint in such a way that an unnatural or interrupted stroke will destroy the line or break through the parchment. Erasures or changes are impossible. These artists must practice a particular discipline, that allowing the idea to express itself in communication with their hands in such a direct way that deliberation cannot interfere. The resulting picture lack the complex composition and textures of ordinary painting, but it said that those who see will find something captured that escapes explanation.”

Bill Evans. Notas introductorias a Kind of Blue.

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El próximo 24 de diciembre se cumplirán cinco años desde que mi hermana me regaló un disco acompañado de una nota; decía algo así como que ese disco sería el inicio de una gran afición. Kind of Blue inició una afición que me ha llevado hasta aquí, un blog en donde cada domingo dedico una entrada al jazz. La de hoy, como no, estará dedicada a Kind of Blue, la gran obra maestra de Miles Davis.

Kind of Blue, 1959

Miles Davis – Trompeta

Julian “Cannoball” Adderley – Saxo alto

John Coltrane – Saxo tenor

Wyton Kelly – Piano (sólo en “Freddie Freedouler”)

Bill Evans – Piano

Paul Chambers – Contrabajo

Jimmy Cobb – Batería

En los años 50, el jazz caminaba por una senda que le llevaba a un punto de inflexión. Por un lado estaba surgiendo una corriente conocida como free-jazz, de la que ya se habló en una entrada pasada (Albert Ayler: vida de pájaro, muerte de perro), y por otro se encontraba Miles Davis, un trompetista obsesionado con una nueva forma de improvisación (introducida por George Russell en  Lydian Chromatic Concept of Tonal Organization) basada en los modos. Fue a finales de aquella década cuando Miles Davis y Bill Evans abrieron el camino hacia el  jazz modal.

Kind of Blue fue la llave que abrió la puerta a una nueva forma de improvisación y el disco que supuso un antes y un después en la historia del jazz. Numerosos músicos fueron influenciados por él (tanto en el jazz como en el rock) y pocos son capaces de explicar las razones, como bien dice Bill Evans en el símil de la introducción. Quizá la clave está en su sencillez, en la capacidad de transmitir con una sencilla melodía, en el escueto sonido de Miles Davis a la trompeta o en la sólida fragilidad con la que Bill Evans acariciaba el piano. Otros opinan que su éxito reside en que ninguno de los músicos sabía qué iban a tocar hasta minutos antes de iniciar la grabación, cuando Miles Davis repartió unos esquemas básicos. Muchas páginas se han escrito acerca de ello.

Miles Davis durante la grabación de Kind of Blue

Años antes de grabar el disco que cambiaría la vida de casi todos los componentes del sexteto, Miles Davis era otro drogadicto más en el mundo del jazz. La estúpida idea de que la heroína abría horizontes a la composición e improvisación hizo que un gran número de músicos cayera en las redes de la droga. Pocos consiguieron salir a tiempo y se murieron buscando ese horizonte que nunca llegaría. Por suerte, Miles Davis estuvo enganchado sólo un par de años y consiguió escapar de la heroína para dedicarse de lleno al jazz. Tras realizar numerosos cambios en su sexteto, dio con el definitivo, aquel que le llevaría hasta la cima: Evans, Cannoball, Coltrane, Cobb, Chambers y él. Gracias a esa formación, y en especial a Bill Evans, Davis pudo dar rienda suelta a sus inquietudes musicales. Comenzó a explorar con ayuda de Evans la nueva estructura musical hasta que el 2 de marzo de 1959 el sexteto entró en el 30th Street Studio de la Columbia Records para grabar los tres primeros temas que compondrían Kind of Blue: “So What”, “Freddie Freeloader” y “Blue In Green”. “Freddie Freeloader” fue el único corte en el que Bill Evans no tocó, en su lugar estuvo Wyton Kelly. Es importante destacar la polémica que se originó en torno a la autoría de “Blue In Green”. Por un lado estaba la versión de Miles Davis, que decía que todas las ideas de los temas fueron compuestas por él, incluyendo “Blue In Green”; y por otro se encontraba la de Bill Evans, que defendía que las ideas del tema surgieron de forma conjunta en su casa. Parece ser que la versión final se inclina hacia la de Bill Evans, por lo que a veces es común ver como autores de dicho tema a Evans y Davis.

Miles Davis y Bill Evans en el estudio de Columbia Records.

Tras la primera sesión de grabación, el sexteto (septeto, incluyendo a Wyton Kelly) se marchó a casa sin la sensación de haber grabado parte del álbum que revolucionaría el mundo de la música. Transcurrido un tiempo, el 22 de abril de ese mismo año, el sexteto se volvió a juntar para grabar los dos últimos cortes del LP: “All Blues” y “Flamenco Sketches”. De este último tema hay dos grabaciones, aunque una de ellas (la que se suele incluir como bonus track en los discos actuales) no estuvo en el Kind of Blue original. Fue una toma que desecharon.

Finalizada la grabación, el sexteto de Miles Davis ofreció algunos conciertos y después cada uno se marchó para seguir con sus respectivas carreras. Bill Evans y John Coltrane dieron continuidad al jazz modal mientras que Miles Davis siguió explorando nuevas formas. Desde mi punto de vista John Coltrane fue el que mejor supo proyectar su carrera tras el Kind of Blue, llegando a la cumbre con su último trabajo: A Love Supreme. Pero de eso ya se habló en su día (A Love Supreme: el camino hacia Dios de John Coltrane).

Han pasado cincuenta y tres años desde la publicación del álbum y todavía sigue siendo un éxito de ventas. Toda persona aficionada al jazz tiene al menos una copia de Kind of Blue en su colección. Es el disco de referencia, el que resume todo un estilo y el que sirve de iniciación a muchos que no tienen ni la más remota idea de jazz. Yo me enganché a él gracias a Kind of Blue, espero que a otros les suceda lo mismo.

Un adiós a Orhan Pamuk

Ante todo admiramos a los autores por los libros que han escrito, por supuesto. Con el paso de los años nuestros recuerdos de la época en que los leímos por primera vez y la nostalgia de los sentimientos que despertaron en nosotros, se unen a la admiración que experimentamos  en nuestra primera lectura. La afinidad que sentimos por el autor ya no solo se debe a que nos ha presentado una imagen del mundo que se nos ha grabado en el corazón, sino también a que ha formado parte de nuestro desarrollo vital y espiritual.

Otros colores. Orhan Pamuk.

Recuerdo la primera vez que leí a Orhan Pamuk (Estambul, 1952). Por aquel entonces era un escritor turco aspirante al Nobel de Literatura que sobrevivía en Turquía pese a los problemas políticos en los que se había metido por escribir y opinar sin tapujos. Al año siguiente – si mal no recuerdo – se lo concedieron. La onda expansiva tras el boom sueco llegó incluso a España, tierra árida en lectores. Recuerdo algún cartel publicitando sus novelas; también los escaparates de las librerías, que aprovecharon la ocasión para relanzar las novelas de un escritor que no había calado, ni caló, ni cala entre el gran público.  Recuerdo también que yo no quise leer ningún otro libro suyo porque el que había leído (El astrólogo y el sultán) me había decepcionado. Pero al final, al cabo de un par de años, en un largo viaje de verano, decidí leer un libro que me marcó en su día y al que he vuelto a ir en innumerables ocasiones: Estambul. Ciudad y recuerdos. Ese libro me alejó de los países por los que estaba viajando para llevarme directamente a Estambul. Fue ése el inicio de una larga lectura que duró años en mi mente y meses en la realidad. Leí todo lo que pude de él, aunque en el camino me dejé Nieve, todo un clásico en su obra.

Orhan Pamuk en su estudio.

Pamuk consigue con sus libros crear un ambiente paralelo al real. Su mundo, aunque está ambientado en una ciudad que puedes ver, oler y sentir, no corresponde a la realidad.  Él, más que un estilo propio, se ha creado un universo propio, donde los personajes se encadenan novela tras novela y los argumentos se repiten sin caer en la monotonía. Ese mundo paralelo alcanza su máxima expresión en la novela El Museo de la Inocencia. Todo lector que conozca la trayectoria literaria (y vital) de Pamuk encontrará en ella un lugar de convergencia, un lugar donde el estilo se define por completo y la grandeza del autor se muestra desnuda tras una prosa ágil, cuidada y aparentemente sencilla. Es tal la importancia que el propio autor da a esa obra que hace unos meses materializó la ficción en un lugar físico de Estambul. El Museo de la Inocencia existe; lo creó tras la publicación de la novela, rompiendo así la frágil línea que –en ocasiones – separa la ficción de la realidad.

El mundo de Pamuk se sustenta en dos pilares: el amor y Turquía. Parece como si el autor entendiera que no hay diferencia entre esos dos conceptos. Amor y Turquía, Turquía y amor: dos palabras que sin significar lo mismo resumen una misma reflexión. Entremezcla la decadencia de Turquía tras un pasado de gloria con la decadencia del amor tras un presente/pasado de felicidad. Pero no es un carácter meramente depresivo o autodestructivo el que enmarca su estilo. Pamuk busca algo de felicidad entre la decadencia, como si en el mundo de los desposeídos de toda gloria la felicidad compartiera raíz con la causa de la decadencia. El duelo entre opuestos, la dialéctica, no tiene cabida en sus novelas. La síntesis no existe porque no queda claro qué es la tesis y la antítesis; son conceptos mezclados.

El análisis sentimental del ser humano es otro rasgo en su estilo. En primera persona se sumerge en la vida de sus personajes hasta sacar de ellos lo máximo que pueden dar: sus pasiones, sus odios, sus miedos o sus sueños. Exprime la parte más sentimental de los personajes, consiguiendo con ello que el eje argumental de sus novelas no sea la historia que leemos, sino el sentir de sus personajes hacia la historia que protagonizan. Esos personajes resultan ser excesivamente parecidos entre sí, dándonos a entender que no son más que una prolongación ficticia de su autor. No obstante, Pamuk consiguió desligarse de sí mismo en Me llamo rojo, creando una obra difícil, negra, histórica y romántica, en donde todos los personajes hacen de narradores. No es común el uso de múltiples narradores, ni tampoco que el lector los asuma con naturalidad. La ventaja que encontró utilizando múltiples narradores en primera persona fue la de ofrecer una visión completa y “objetiva” de toda una historia. No deja de ser curiosa la forma en la que está narrada esta novela en comparación con las demás. A Pamuk le cuesta desprenderse de sus vivencias, por eso el uso de la primera persona le resulta tan cómodo al narrar historias sustentadas en aspectos autobiográficos. En Me llamo rojo parece que se esforzó por huir de sí mismo, y lo logró, ya lo creo que lo logró, aunque la primera persona del singular le obligara a encontrar – sin desprenderse de ella – nuevas formas narrativas.

Posando en El Museo de la Inocencia. Estambul.

Pamuk es un apasionado de la literatura. Siendo estudiante de arquitectura dejó todo y se puso a escribir como si le fuera la vida en ello. Por eso siempre me ha parecido un niño de papá que, aprovechando la riqueza de su familia, hizo lo que le vino en gana. Pero ese tiempo de vacío no fue fácil para él ni para su familia. Pamuk trabajó duro durante años hasta que consiguió que su primera novela viera la luz; rozaba los treinta y el fracaso estaba a la vuelta de la esquina. Al final lo consiguió con Cevdet Bey y sus hijos (inédita en castellano). Se convirtió en el escritor turco de referencia al crear un nexo entre oriente y occidente, logro que le acarreó serios problemas políticos. En Otros colores es posible leer entrevistas y artículos en los que queda claro su posicionamiento político y los problemas que tuvo antes de ganar el Nobel.

Dije adiós a Pamuk hace tres años, cuando tenía veintiún años. Me leí La vida nueva y no me aportó nada. Sus páginas caían de nuevo en el mismo eje argumental, en la misma angustia y los mismos sentimientos de algunas de sus novelas, como El libro negro. Pensé que a Pamuk le había marcado tanto un suceso de su adolescencia que nunca sería capaz de liberarse de él a la hora de escribir. Pensé que su vida y su obra se alimentaban la una de la otra. Pensé que ya era hora de dejar a ese autor por un tiempo y cambiar de vida. Pensé que el exceso de sentimentalismo cansa, más en literatura. Pensé que Pamuk utiliza la literatura como terapia y al lector como psiquiatra mudo. Pensé demasiadas cosas y acabé por olvidar a Pamuk. Sin embargo, el otro día, en una situación que no viene al caso, me preguntaron por mi autor preferido. Tenía a ocho personas esperando una respuesta y no se me ocurrió nombrar a otro distinto a Pamuk. Ese día me acordé de él, del invierno que pasé leyendo sus novelas y de cómo acabé por identificarme con el capítulo 34 de Estambul. Ciudad y recuerdos, La infelicidad es odiar la ciudad y odiarse a uno mismo. En ocasiones releo fragmentos de esas memorias y pienso que con ellas consiguió acercarse a un montón de desconocidos al tiempo que se distanciaba de su familia. Valoró más su obra que su vida privada. Lanzó al mundo unas memorias como si el mundo fuera ciego o no tuviera dedo con el que señalar. Pamuk sufrió y sufre la enfermedad del escritor, ésa que hace pensar que nada de lo que se escribe será leído por alguien. ¿Qué más da despojarse de la vida si con ella se crean otras?  ¿Qué más da ser un nombre en una portada? ¿Quién es Orhan Pamuk? ¿Qué será? ¿Alguien recordará que vagaba por Estambul cuando la noche ya era cerrada? No, nadie recordará eso. Nada será recordado. Ojalá no hubiera leído nada suyo, aún tendría algo que descubrir.

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Las calles de Beyoglu, sus rincones oscuros, el deseo de huir y el sentimiento de culpabilidad parpadeaban en mi mente como luces de neón. Tal y como podía percibir en los momentos de rabia y sentimentalismo excesivos, esas calles de la ciudad que tanto amaba, medio oscuras, medio atractivas, sucias y malignas, hacía mucho que habían ocupado el lugar de ese segundo mundo al que antes podía escapar. Supe que esa noche no estallaría una discusión entre mi madre y yo, que poco después cruzaría la puerta, huiría a la calles, que me darían consuelo, y que después de caminar largo rato regresaría a casa a medianoche y me sentaría a mi mesa para intentar extraer algo del ambiente y de la química de aquella calles.

–          No voy a ser pintor – dije –. Seré escritor.

Estambul. Ciudad y recuerdos. Orhan Pamuk

El polémico Gilad Atzmon

El pasado 1 de noviembre pude ver en directo al saxofonista y clarinetista Gilad Atzmon junto a  Yaron Stavi (contrabajo) y Sir Charles (batería) en el Bogui Jazz de Madrid. Era el segundo día consecutivo que el trío liderado por Atzmon ofrecía un directo en el local; el día previo – a parte del concierto – se incluyó con el pase la presentación de su último libro «La Identidad Judía a Examen».

No recuerdo a ningún músico de jazz que dividiera su tiempo entre la música y el activismo político. Es más, salvo Boris Vian, no puedo nombrar a ningún músico de jazz que compartiera su tiempo con otras actividades distintas a las musicales.

Gilad Atzmon (Israel, 1963) es un tipo polémico. Nacido en Tel Aviv, es un fuerte defensor de la causa palestina, aunque esta postura no guste a unos ni a otros. Algunos judíos le tachan de antisemita, mientras que algunos palestinos hablan de él como si de un agente secreto al servicio de Israel se tratara. Lo que está claro es que no es una cosa ni la otra, tan sólo un intelectual que alza la voz desde su posición y su condición para denunciar una situación que considera injusta. Con unos cuantos libros a sus espaldas y una lista interminable de artículos (algunos se pueden leer aquí) Gilad Atzmon se ha colocado a la cabeza de la lucha por una solución al conflicto palestino-israelí. Su posición es clara: está en contra de las políticas represivas, racistas y abusivas de Israel. En palabras de Gilad Atzmon: «Los nazis me hicieron tener miedo de ser judío y los israelíes me hacen tener vergüenza de ser judío». Y llega incluso más allá al definirse como exjudío o palestino hebreoparlante.

Atzmon acabó de ser consciente del abuso que comete Israel en territorio palestino cuando estaba en el ejército, durante la guerra que Israel declaró al Líbano a comienzos de los años 80. «Veía a palestinos por todas partes, hasta que me dije, ‘¡diablos, si es que estoy viviendo en territorio palestino!’. Fue entonces cuando decidí marcharme, eso sí, con cierto sentimiento de culpa» Partió para Londres con el fin de continuar sus estudios en Filosofía alemana al tiempo que profundizaba en el mundo del jazz con su grupo Orient House Ensemble. Desde entonces no se ha bajado del escenario.

Gilad Atzmon en directo

El concierto de Madrid fue intenso. Sin un repertorio definido, el trío comenzó a tocar llenando el local de un sonido sin amplificar. En raras ocasiones se acercaba Atzmon a los micros; prefería moverse por el escenario de un lado para otro o recostarse en el piano mientras Stavi se hacía un solo. Pasaron por temas conocidos como “Moanin”, “Cherokee” o muy superficialmente por “My Funny Valentine”, dejando de lado composiciones propias. Eché de menos el estilo oriental de sus discos y que tocasen algún tema de ellos. Eso me hizo tener la sensación de estar escuchando un concierto de un trío amateur (salvando las enormes distancias) en vez del de un saxofonista con composiciones propias, y muy buenas, por cierto. Pero bueno, todo eso se olvidaba gracias a la fuerza y expresividad con la que Gilad Atzmon toca el saxofón y a la particular forma que tiene de dar sus conciertos, haciendo partícipe al público, bromeando o interviniendo con él.

Sin duda, la próxima vez me quedaré hasta el final…

Enemigos

Hace unos días me vi haciendo cola para que me atendiera el médico de urgencias. La mayoría de los pacientes que formaban la enorme cola (salía incluso del ambulatorio) eran personas mayores. Por su aspecto y la alegría con que charlaban supuse que ninguno iría a urgencias, así que se me pasó por la cabeza pedirles que me dejaran colocarme el primero porque yo – a diferencia de ellos – no me mantenía en pie. La idea se me fue de la cabeza en cuanto empecé a escuchar la conversación de tres de ellos. Con el odio a flor de piel, se quejaban de la juventud de estos días, de su falta de educación, modales y toda esa paja que, sin ser cierta, ha calado profundamente entre algunos mayores. La coletilla final fue soltada al unísono: con Franco se vivía mejor porque la juventud estaba domesticada.

¿Qué hubiera ocurrido si hubiese pedido a esas tres personas que me dejaran pasar? Habrían dicho algo así como que todo el mundo tiene que esperar; que no pueden dejar pasar a nadie porque puede que haya alguien peor delante, o detrás; que ellos llevan esperando mucho tiempo y que porque yo espere media hora no me va a pasar nada; que el orden está para cumplirlo. En fin, que me acordé de un cuento de Chéjov: Enemigos.

Enemigos es un cuento breve pero con una trama tan intensa que podría alargarse durante páginas y páginas. Comienza como todo buena historia:  presentando el conflicto sin florituras ni rodeos.

Pasadas las nueve de una oscura noche de septiembre, al doctor Kirílov, médico de distrito, se le murió de difteria su hijo único Andréi, de seis años. Cuando la esposa del doctor se dejó caer de rodillas ante la camita del niño muerto y se apoderó de ella el primer acceso de desesperación, en el vestíbulo sonó bruscamente la campanilla.

Quien llama es un vecino, Aboguin, que anda buscando a Kilílov porque su mujer está gravemente enferma y necesita asistencia médica. El doctor le explica que se acaba de morir su hijo, por lo que no se encuentra en condiciones de atender a nadie, menos si ausentarse supone dejar a su mujer sola junto al cadáver del niño.

Aboguin, cegado por su necesidad, insiste al doctor, que al final se ve en la obligación de ceder. Así que ambos marchan a la casa del vecino mientras la mujer del médico se queda en casa llorando la muerte del hijo.

El argumento da un giro inesperado en casa de Aboguin: la mujer no está, ha huido aprovechando la ausencia de su marido; había fingido la enfermedad para librarse de él y así poder marcharse con su amante. El médico, estupefacto, se siente preso de una situación que no le concierne, mientras Aboguin llora y lamenta la ausencia de su mujer. La tristeza de ambos se mezcla, pero Aboguin es tan egoísta que no puede comprender una desgracia mayor que la suya.  Así se sumergen en una discusión sin sentido en la que Kilílov le echa en cara a Aboguin el haberle pedido que fuera a su casa, y éste no entiende por qué el doctor se comporta de esa manera con él, cuando en realidad pensaba que su mujer estaba a punto de morir.

Desde mi punto de vista, lo importante no es el dolor que pueda sentir cada uno, sino las reacciones que se suceden desde el momento en que ambos son conscientes de la situación en la que se encuentran. Digamos que el egoísmo se apodera de los dos protagonistas (aunque con sentido opuesto) y les hace dejar a un lado sus sentimientos de dolor para odiarse mutuamente.

Yo no acabé odiando a los tres nostálgicos que tuve que soportar durante media hora, más bien me inspiraron lástima: uno de ellos el que más. Con aspecto desaliñado, la mirada cargada de odio y una lengua gigante que le costaba controlar, escupía cuando recordaba supuestas situaciones en las que jóvenes le había faltado al respecto. Sin duda, ese hombre era la encarnación de Aboguin y Kilílov en una sola persona.