El polémico Gilad Atzmon

El pasado 1 de noviembre pude ver en directo al saxofonista y clarinetista Gilad Atzmon junto a  Yaron Stavi (contrabajo) y Sir Charles (batería) en el Bogui Jazz de Madrid. Era el segundo día consecutivo que el trío liderado por Atzmon ofrecía un directo en el local; el día previo – a parte del concierto – se incluyó con el pase la presentación de su último libro «La Identidad Judía a Examen».

No recuerdo a ningún músico de jazz que dividiera su tiempo entre la música y el activismo político. Es más, salvo Boris Vian, no puedo nombrar a ningún músico de jazz que compartiera su tiempo con otras actividades distintas a las musicales.

Gilad Atzmon (Israel, 1963) es un tipo polémico. Nacido en Tel Aviv, es un fuerte defensor de la causa palestina, aunque esta postura no guste a unos ni a otros. Algunos judíos le tachan de antisemita, mientras que algunos palestinos hablan de él como si de un agente secreto al servicio de Israel se tratara. Lo que está claro es que no es una cosa ni la otra, tan sólo un intelectual que alza la voz desde su posición y su condición para denunciar una situación que considera injusta. Con unos cuantos libros a sus espaldas y una lista interminable de artículos (algunos se pueden leer aquí) Gilad Atzmon se ha colocado a la cabeza de la lucha por una solución al conflicto palestino-israelí. Su posición es clara: está en contra de las políticas represivas, racistas y abusivas de Israel. En palabras de Gilad Atzmon: «Los nazis me hicieron tener miedo de ser judío y los israelíes me hacen tener vergüenza de ser judío». Y llega incluso más allá al definirse como exjudío o palestino hebreoparlante.

Atzmon acabó de ser consciente del abuso que comete Israel en territorio palestino cuando estaba en el ejército, durante la guerra que Israel declaró al Líbano a comienzos de los años 80. «Veía a palestinos por todas partes, hasta que me dije, ‘¡diablos, si es que estoy viviendo en territorio palestino!’. Fue entonces cuando decidí marcharme, eso sí, con cierto sentimiento de culpa» Partió para Londres con el fin de continuar sus estudios en Filosofía alemana al tiempo que profundizaba en el mundo del jazz con su grupo Orient House Ensemble. Desde entonces no se ha bajado del escenario.

Gilad Atzmon en directo

El concierto de Madrid fue intenso. Sin un repertorio definido, el trío comenzó a tocar llenando el local de un sonido sin amplificar. En raras ocasiones se acercaba Atzmon a los micros; prefería moverse por el escenario de un lado para otro o recostarse en el piano mientras Stavi se hacía un solo. Pasaron por temas conocidos como “Moanin”, “Cherokee” o muy superficialmente por “My Funny Valentine”, dejando de lado composiciones propias. Eché de menos el estilo oriental de sus discos y que tocasen algún tema de ellos. Eso me hizo tener la sensación de estar escuchando un concierto de un trío amateur (salvando las enormes distancias) en vez del de un saxofonista con composiciones propias, y muy buenas, por cierto. Pero bueno, todo eso se olvidaba gracias a la fuerza y expresividad con la que Gilad Atzmon toca el saxofón y a la particular forma que tiene de dar sus conciertos, haciendo partícipe al público, bromeando o interviniendo con él.

Sin duda, la próxima vez me quedaré hasta el final…

En busca de Larry Adler

«Melodía mexicana»

Hace unos años entré en una vieja tienda de discos próxima a los cines Renoir, en Madrid. Allí, rebuscando entre tanto vinilo y disco de segunda mano di con un disco que nunca más volvería a ver y que en aquella ocasión no valoré lo suficiente. Su nombre no lo recuerdo, pero sí al intérprete: Lawrence Cecil Adler, más conocido como Larry Adler (EEUU, 1914 – Reino Unido, 2001). Después vinieron años buscando ese mismo disco (incluso en aquella vieja tienda) sin resultado alguno, como cuando tras la lectura de En busca del gato de Schrödinger (hace ya diez años), devolví el ejemplar a la biblioteca de mi barrio y nunca más volví a dar con él, ni en la biblioteca ni en las incontables librerías visitadas desde entonces, y puedo asegurar que en todas lo he buscado, dentro y fuera de España.

Conocí a Larry Adler cuando me dio por tocar la armónica, instrumento que él manejaba como si de una extremidad suya se tratara. Se colocaba la armónica entre los labios y con aparente sencillez se deslizaba de un extremo a otro al tiempo que moldeaba el sonido con la posición de sus manos. Verle tocar en directo debía ser todo un espectáculo visual y sonoro. A nosotros nos quedan algunos vídeos que podemos ver una y otra vez hasta hacerles perder toda espontaneidad.

A Larry Adler no le admitieron en el conservatorio alegando que su oído no estaba hecho para la música. Por eso aprendió a tocar la armónica de forma autodidacta y a los catorce años, si mal no recuerdo, ganó un concurso con tanta facilidad que se marchó de su casa en Baltimore para tocar en locales nocturnos de Nueva York. Tras amenizar durante algunos años las noches neoyorkinas se volvió a mudar, esta vez a Hollywood, contratado por la Metro-Goldwyn-Mayer y la Paramount. Aquel joven que no tenía oído puso música al cine de la mano de Duke Ellington o Fred Astaire. Después llegó el reconocimiento en el mundo del jazz, el blues y de la música clásica.

Larry Adler tuvo que abandonar la famosa tierra de la libertad y las oportunidades por ser de izquierdas. Eligió Londres como lugar de residencia hasta el final de sus días. Allí vivió los mejores años de su vida profesional, acariciando una merecida fama mundial.

Hace tiempo que desistí en la búsqueda de algún disco de Larry Adler. Internet nos ha hecho la vida tan fácil en ciertos aspectos que podemos escuchar la música de cualquier intérprete con sólo poner su nombre en un buscador. Pierde el romanticismo de la búsqueda, es cierto, y también la belleza del fracaso por no encontrar lo que llevas buscando durante años, pero en el fondo ofrece una cultura que podría quedar olvidada con el paso de los años. Por esa razón, enlazo a uno de los discos de Larry Adler, descubierto mientras escribía estas líneas.

Dizzy Gillespie y Bill Evans en directo.

Después de la entrada A Love Supreme: El camino hacia Dios de John Coltrane, estuve buscando algún concierto de Coltrane y descubrí que hay infinidad de conciertos de jazz colgados en internet. He seleccionado dos que merecen la pena.

El primero de ellos, liderado por Dizzy Guillespie (hay que mencionar también al espectacular Max Roach a la batería), se caracteriza por lo ameno que es y el buen ambiente que se respira entre los músicos.

Escuché por primera vez a Guillespie hace muchos años y me quedé sorprendido, pero ignoraba que fuera tan bueno en directo y que pudiera hinchar los carrillos hasta dimensiones descomunales.

El segundo directo es el del trío de Bill Evans. Si en el anterior dominan las risas, las bromas y las improvisaciones, este es todo lo contrario. Evans toca el piano encorvado en un estudio de televisión sin apenas levantar la mirada para ver al resto de músicos. Se muestra imperturbable mientras sus manos, como si no formaran parte de su escuálido cuerpo, se deslizan sobre las teclas.

The Köln Concert

The Köln Concert , considerada la gran obra maestra del jazz improvisado y el segundo mejor LP del jazz (después del Kind of Blue de Miles Davis) tiene a sus espaldas una historia que merece ser contada.

Keith Jarrett (Estados Unidos, 8 de mayo de 1945) llegó a Colonia (Alemania) el 24 de enero de 1975 para dar un concierto de improvisación en la Ópera de Colonia.  Era un músico conocido dentro del mundillo del jazz gracias a haber colaborado con Art Blakey, Charles Lloyd y Miles Davis, pero fue ese concierto el que le catapultó a la fama.

Cuando llegó a Colonia, le recibió una jovencísima Vera Brandes de 17 años, promotora del concierto y amante del jazz, que ni en sus mejores sueños hubiera imaginado lo que sucedería aquella noche de enero.

Keith Jarrett llegó agotado, su viaje desde Zurich y los dos días sin dormir le estaban pasando factura. Sin embargo, ese cansancio pasó a un segundo plano cuando Jarrett se enteró de que el piano que tenía encargado no llegaría a tiempo para el concierto de la noche y tendría que apañárselas con un piano mediocre al que le fallaba la afinación y los pedales. A escasas cuatro horas del inicio del concierto, se negó a tocar en esas condiciones y Vera Brandes le tuvo que convencer; supongo que le estará eternamente agradecido, a ella y a los técnicos de sonido de la Ópera que decidieron grabar el concierto sólo para tenerlo en el archivo.

Cuando uno escucha ese concierto lamenta no haber nacido en Colonia a finales de los años 50 para ser una de las 1400 personas que pagaron 5 dólares por escuchar lo que prometía ser un pésimo concierto de un talentoso músico que apenas llegaba a los 30 años.

Cuesta creer que esos 60 minutos y 5 segundos sean una improvisación; desde las primeras notas parece ser una composición elaborada durante meses. Lo más sorprendente es que Keith Jarrett afirma  no preparar sus improvisaciones (no lleva un esquema mental), sino que se sienta, deja de pensar en todo y comienza a tocar… “si las cuatro primeras notas tienen la suficiente tensión, el concierto fluirá”, dice.

The Köln Concert está dividido en dos partes, siendo la segunda subdivida en tres, por lo que a veces se considera que tiene cuatro partes. Es una grabación tan natural que se puede escuchar a Keith Jarrett tararear la melodía que está improvisando, o gemir o gritar o toser, también escuchar los aplausos del público o, lo que es más llamativo, las risas en los primeros segundos de la grabación.

Me gusta que los discos me recuerden a la época en la que los escuché por primera vez (en este caso noviembre-diciembre de 2010), sentir ese poder que tiene la música para trasladarte a tiempos pasados, por eso, la mayoría de las veces, escucho un disco durante muchos días seguidos y luego lo devuelvo a la estantería hasta que pasados unos meses lo vuelvo a recuperar para ver qué emociones me transmite. Sin embargo, este es uno de los pocos discos que escucho continuamente, aunque sea sólo una parte, o un minuto de una de las partes, porque es tan sencillo descubrir un nuevo detalle que merece la pena no ubicarlo en un tiempo pasado (aunque haya sido un muy buen tiempo pasado)