Libra (Don DeLillo)

Los estadounidenses tiene miedo, mucho miedo.  El estadounidense medio siente el miedo que sus gobernantes le imponen; lo acepta como suyo y como si estuviera fundado en su propia percepción. Los estadounidenses tiene miedo porque hay aviones que sobrevuelan sus cielos, porque hay niños que van al colegio con mochilas antibalas, porque tienen un ejército que regresa con secuelas mentales tras una “intervención humanitaria”, porque hay locos – supuestos marginados – que tienen armas al alcance de su mano. Son las armas. Pero todos sabemos que, en realidad, no son las armas. Los estadounidenses tienen miedo porque son conscientes de que todas las semillas de odio que su país ha ido sembrando por el mundo han germinado y no hay armas que puedan arrancar las flores del mal. Pero ese miedo hacia lo que está tras sus fronteras pierde algo de interés cuando son conscientes de que dentro de ellas hay individuos que pueden alterar – con sólo apretar un gatillo – la tranquilidad de un soleado día de otoño, como el del 22 de noviembre de 1963, cuando Lee Harvey Oswarld asesinó a John F. Kennedy.

De ese asesinato se han derramado ríos de tinta, tanto para estudiarlo como para desfigurarlo, aprovechando que nunca se dejó claro quién mandó asesinar a JFK (recuérdese que el informe de la Comisión Warren señaló a Oswarld como único asesino, pero después, en 1979, el Comité Selecto de la Cámara sobre Asesinatos presentó conclusiones distintas: no había un único francotirador en la zona, la CIA podía tener algo que ver en el suceso…). Dicen que si el río suena es que agua lleva; a nadie extrañaría que la CIA pudiera estar detrás del asesinato de Kennedy puesto que hoy en día tenemos sospechas de sobra conocidas para atribuirle “pequeños” deslices.

Libra - Don DeLillo

Libra – Don DeLillo

En 1988, Don DeLillo (EEUU, 1936) quiso poner su granito de arena a la especulación-conspiración del 22-N con su novela Libra. Historias entrecruzadas, encuentros, despedidas, locuras, pasiones, utopías, desengaños y traiciones plagan la historia. Don DeLillo, demostrando ser un maestro de la narración, ofrece al lector una novela sustentada en la magnífica construcción del protagonista desde diferentes puntos de vista: su madre, un sector de la CIA y la voz de un narrador que no le deja tranquilo en ningún momento. Oswarld es presentado en cuatro escenarios diferentes: niñez, juventud en la marina, en la URSS y en EEUU. En el primero de ellos nos encontramos con un niño nacido en el seno de una familia pobre y desestructurada, con un padre ausente y un hermano militar. Conforme va creciendo, la revista Time y los libros de Marx hacen mella en él, hasta que, desesperado por la ausencia de futuro y la idolatría hacia su hermano, decide enrolarse en la marina. Apenas transcurren tres años cuando deserta a la URSS. Allí se casa con la hija de un coronel del KGB e intenta servir al país que porta el estandarte del comunismo, pero Owarld, demasiado idealista, se decepciona al no ser capaz de comprender que los paraísos no existen y mucho menos en un mundo lleno de infiernos. Confuso tras descubrir que las utopías no existen regresa a EEUU junto a su mujer. Allí descubre la dureza del lado opuesto de la Guerra Fría mientras unos agentes de la CIA que fracasaron en el ataque a Bahía de Cochinos, le convencen para atentar contra el presidente Kennedy con el fin de justificar una invasión a Cuba. Lee Oswarld desconoce los verdaderos fines de su atentado, pero los tres agentes de la CIA le prometen pasar a la historia tras el asesinato del presidente.

A este eje argumental, DeLillo añade varios argumentos satélites que complican demasiado el seguimiento de la historia. Se necesita paciencia, tranquilidad y tiempo para encajar todas las piezas del rompecabezas y entender la obra en su totalidad. En mi opinión, la grandeza de la novela, y por lo que su lectura resulta tan atractiva, es el haber introducido el componente político al hecho histórico que fue el asesinato de Kennedy. Don DeLillo especula, sí, pero especula en una determinada dirección porque conoce las miserias de la política exterior de su país. De hecho, cuando leí que tres agentes de la CIA querían asesinar a Kennedy para tener un argumento contundente con el que justificar una invasión a Cuba, me pareció más coherente que todas las explicaciones vacías de contenido político. Pero como la realidad supera a la ficción, DeLillo, seguramente, se quedó corto en su especulación. Lo triste es que nunca sabremos (porque así se quiere) conocer el verdadero entramado que hubo tras uno de los asesinatos más mencionados y recordados de la historia.

Pigmeo

Literatura en tiempo de crisis para gente que sabe leer.

Un grupo de adolescentes entra en EEUU con el fin de realizar un atentado terrorista.  Bajo la tapadera de ser estudiantes de intercambio, los terroristas se sumergen en el oeste de Estados Unidos.

Chuck Palanhiuk (EEUU, 1962), conocido mundialmente por su  exitosa novela “El club de la lucha” (adaptada al cine por David Fincher), reflexiona acerca del modo de vida americano en su última novela, Pigmeo. Lo hace con un estilo original, adaptando las diversas anotaciones de uno de los terroristas (Pigmeo) a modo de capítulo. Así nos encontramos con un cuaderno de notas donde Pigmeo cuenta con extrañeza lo que ve a su alrededor.

El personaje se presenta de forma muy atractiva para el lector, ya que ni pertenece a EEUU ni  parece comprender las costumbres habituales del mundo en el que vivimos, como bailar, besar, llorar, comprar… Así, si a Pigmeo le abrazan, nunca dirá que le abrazan; contará que “tal persona” abrió sus brazos y le estrechó entre ellos, mostrando cierto afecto con la expulsión de agua por sus ojos.  Al principio, ese extraño estilo que utiliza Palanhiuk cuesta aceptarlo, pero una vez que te haces a él, lo que cuesta es dejar de reírte, de encariñarte con Pigmeo y pasar páginas y páginas buscando el final de La Operación Estrago, nombre del atentado que deben realizar.

El principal objetivo de Palanhiuk es plasmar qué tipo de sociedad es la estadounidense. Para no caer en la típica crítica, utiliza a un personaje que nada tiene que ver con esa sociedad, de tal forma que puede analizar el modo de vida estadounidense desde el desconocimiento absoluto. A través de las páginas, Pigmeo visita lugares clave (un instituto, una iglesia, un centro comercial, una casa “típica” yankee…) para que el autor pueda explayarse en la crítica.

Chuck Palanhiuk presenta lo más casposo de la sociedad estadounidense, sus costumbres más absurdas, sus conductas más aberrantes, y lo hace con una sencillez basada en los ojos de un “inocente” niño de trece años que, adoctrinado por su país de origen, tiene que enfrentarse a una lucha interna en la que el enamoramiento jugará un papel relevante.

Cada capítulo del libro se centra en una frase de algún personaje político. Desde la boca de los terroristas surgen frases de Hitler, Stalin, el Che, Eugene V.Debs, Kennedy, Mao Tse-Tung, Mussolini… metiendo en el mismo saco a fascistas, socialistas, nazis, comunistas, dictadores, sindicalistas, etc. Eso me ha recordado exageradamente a la equivocada mezcla que hace en el “Club de la lucha” entre izquierda y derecha, cuando el discurso de Tyler Durden pasa de ser claramente de izquierdas a neofascista.

Está claro que no se puede esperar hacer un fructífero análisis político de un libro escrito por un autor de la Generación X. No obstante, hay que tener cuidado con la potencia que pueden tener este tipo de libros y las manos en las que pueden caer. No queremos que sigan expandiendo el virus que infecta cada vez más a la política, ése que nos hace pensar que todos los políticos (y todas las ideologías) son iguales. Hay que saber leer.

Armamento nuclear: una historia de buenos y malos

Anticuado quedó Sun Tzu y su libro El arte de la guerra  cuando en los años cuarenta, en plena Segunda Guerra Mundial (1939-1945), un nuevo factor bélico entró en juego: el armamento nuclear.  La estrategia común en la guerra tuvo que ser suplantada por una nueva estrategia cuyo fin, lejos de ganar la guerra, consistía en evitarla.  Imaginemos a dos potencias mundiales poseedoras de armamento nuclear capaz de arrasar con un país entero; si esas dos potencias entran en conflicto no dudarían en utilizar su armamento más potente para ganar la guerra. Ese hecho tan evidente arrastraría a esas dos potencias a una situación conocida como todo o nada, es decir, una guerra nuclear con todas sus consecuencias hasta que se diese un bando vencedor.  Evidentemente, ningún país quiere entrar en guerra en igualdad de condiciones, y mucho menos si esa igualdad se da en el plano nuclear. Así que, los países poseedores de armamento nuclear se dedican a firmar tratados creados por ellos mismos para evitar que otros países puedan tener acceso al armamento nuclear.  Hablo del llamado club atómico.Con ese inofensivo nombre se hacen llamar las potencias que actualmente tienen derecho a tener y desarrollar armamento nuclear. Esas potencias son: EEUU, Rusia, Reino Unido, Francia y China. Y no sólo forman un club elitista que les da prestigio internacional y ventaja con respecto a otros países, sino que son los signatarios del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) firmado en 1968. Este tratado ha sido firmado por 188 países, 188 países que asumen su desigualdad con respecto al club atómico. Y es que ese tratado consiste ni más ni menos en permitir que cinco países puedan poseer armamento nuclear mientras el resto no. No soy partidario de que los países tengan armamento nuclear, pero soy más partidario de la igualdad entre estados que de la desigualdad.  Con ello no quiero decir que todos los países deberían tener acceso al armamento nuclear, sino que las potencias que forman el club atómico deberían dar un paso adelante y realizar un desarme con la posterior firma de un tratado de no rearme.  Pero eso nunca lo veremos, el poder es una fruta demasiado sabrosa como para tirarla a la basura.

Pese a la existencia de ese tratado, se pueden distinguir tres grupos de países con capacidad nuclear. En un primer grupo tendríamos al club atómico, Israel, India y Pakistán. Grupo con capacidad nuclear con aplicaciones militares. Un segundo grupo formado por doce países (Alemania, Bélgica, Canadá, España, Holanda, Italia, Japón, Suecia, Suiza, Sudáfrica – que tuvo bomba nuclear y la desmanteló – , Ucrania y Kazajstán) que tienen capacidad técnica para desarrollar un plan nuclear pero carecen de voluntad política para ello. Y un tercer grupo de nueve países (Argelia, Argentina, Australia, Bielorrusia, Brasil, Corea del Sur, Polonia, Taiwán e Irán) que tienen un programa nuclear y podrían llegar a tener armamento nuclear a corto o medio plazo si tomasen la decisión política

El interés de esta clasificación reside en que todos los países del segundo y tercer grupo han firmado el TNP y el Tratado de Prohibición Completa de Ensayos Nucleares (TPCE), pero los del primer grupo (excluyendo al club atómico) tienen armamento nuclear pese a no estar dentro del club. La razón, aunque burda y absurda, es que se han negado a firmar el TNP, así que pueden hacer lo que les venga en gana. Llegados a este punto no queda más que preguntarse: ¿para qué sirve el TNP y el TPCE si es posible no firmarlo para desarrollar un plan nuclear? ¿Qué beneficios tiene el firmarlo y por tanto someterse a cinco potencias? ¿Qué países pueden no firmarlo y tener armamento nuclear?

Los amiguismos, los favores, los “miro para otro lado”…están a la orden del día, pero sorprende que el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) no tome cartas en el asunto y regule de una vez por todas el armamento nuclear. Desconozco cuáles son los intereses que tiene la OIEA, o si por el contrario no tiene interés alguno pero el control es demasiado complicado. Es cierto que los países con material para el desarrollo de armamento nuclear son suministradores de dicho material, por lo que resulta complicado su control, además de existir los materiales de doble uso que pueden pasar desapercibidos en una revisión.

Logo de la IAEA-OIEA

Uno de los temores actuales es que caiga material para la fabricación de armamento nuclear en manos de grupos terroristas, pero ese miedo es infundado partiendo de la base que son los países con armamento nuclear los que venden dicho material. Es decir, que las potencias nucleares no quieren su proliferación  pero venden el material para su fabricación, muestran un discurso pacifista a la sociedad pero actúan de forma contraria. Parece ser que existen dos caras: la visible para la población y la oculta para gobernar. Si los estados están tan interesados en el desarme nuclear tan sólo tendrían que ceñirse al artículo VI del TNP que indica el desarme total del armamento nuclear. En ese caso, todos los países que han firmado el TNP estarían obligados por ley al desarme; tan sólo quedarían con armamento nuclear Israel, Pakistán e India, que no supondrían un problema puesto que por presión sería posible su desarme. Por otra parte, la existencia de grupos terroristas no es excusa para mantener arsenales nucleares porque, en el supuesto (y remoto) caso de un atentado terrorista con bombas nucleares, no se podría contestar con los mismos medios. Las razones son varias, pero la más evidente desde el punto de vista militar es la imposible localización geográfica de los terroristas. Por tanto, la conclusión a la que se puede llegar es que las potencias nucleares mantienen sus arsenales por una simple cuestión de primacía y prestigio a nivel mundial, además de por intereses económicos generados por la venta de material.

Los estados nucleares, al no haber cumplido el artículo VI del TNP (el de desarme nuclear), han perdido autoridad moral frente a los “proliferadores”. Hoy el TNP es interpretado en la práctica tomando como referencia la desconfianza hacia ciertos estados, y no el peligro inherente a la existencia de armas nucleares. Así, se ha perseguido a Irak, Irán y Corea del Norte, pero se tolera la proliferación de otros estados alegando que no son parte del TNP, como es el caso de Israel, India y Pakistán. Ante esta política incoherente, Corea del Norte decidió eliminar su firma del TNP porque está claro que es más práctico no firmarlo que firmarlo.

La historia es la de siempre: unos gobiernan el mundo, otros obedecen, los menos miran, y los amigos de los primeros campan a sus anchas. Los malos de la película son los países que deciden no jugar con las reglas de los poderosos.

Estamos perdidos mientras consintamos vivir en una paz ficticia sustentada por el miedo que ejercen los países  dominantes. Estaremos sumidos en la paz elegida por ellos, una paz que entiende de guerras preventivas e “intervenciones humanitarias”. Esa paz es la paz del miedo, que no es paz sino silencio…