Julio Verne, un visionario

Hoy, 24 de marzo de 2013, se cumplen 108 años del fallecimiento de Jules Gabriel Verne Allotte, más conocido en los países de habla hispana como Julio Verne.

Julio Verne nació el 8 de febrero de 1828 en la isla Feydeau, en la ciudad francesa de Nantes. Por aquel entonces, Nantes era una ciudad bulliciosa, repleta de veleros que subían y bajaban por el Loira bajo la atenta mirada de Julio y su hermano Paul. Desde pequeño, Julio Verne mostró gran admiración hacia todo tipo de inventos, mapas, objetos mecánicos… pero su padre, Pierre Verne, le intentó alejar de todo aquello por ser el elegido para sucederle en el bufete de abogados del que era dueño. Su hermano Paul tuvo más suerte, llegó a ser marinero y recorrió un mundo al que Julio Verne sólo tuvo acceso a través de libros de aventuras, memorias de exploradores y mapas.

Es difícil poner diques al mar, más cuando el mar es tan bravo y rebelde como las ganas de saber de Julio Verne. Fue el señor Bodin, boticario y librero de la Plaza Pilori, quien ayudó a Verne a romper las cadenas que Pierre Verne colocó en su hijo al ingresarle en un colegio de educación clásica. Le ofreció los relatos de los viajes de Marco Polo, las obras del Barón de Humboldt… Además, su tío Châteaubourg, mostró a Verne numerosos inventos, así como obras de autores como Walter Schott, Homero o Dickens.

Aquel cóctel de Ciencia, literatura de aventuras y viajes, fue la semilla que germinó años después en la mente de Julio Verne. Su obsesión por unificar Literatura y Ciencia le llevó a emprender un inmenso proyecto (en palabras del que años después fue su amigo, Alejandro Dumas) que calificó de la siguiente manera en una carta a su padre:

Estas obras no son apenas serias, en efecto. Tengo en mente muchas ideas en la cabeza, millones de proyectos que no soy todavía capaz de formular; si lo que imagino es bueno, lo verás algún día; pero me hace falta tiempo, paciencia y tenacidad.

Su padre le había mandado a París para que estudiara Derecho y entrara a trabajar en su bufete. Julio Verne acabó la carrera pero tras vivir el París bohemio, empaparse de letras y frecuentar círculos literarios, no quiso regresar a Nantes a trabajar como abogado. Eso provocó que su padre le retirara la ayuda económica para su sustento. Fue así como Julio Verne vivió pobre, apenas sin comer, con el único objetivo de dar forma a su proyecto de novelar la Ciencia.

Tras diez años de trabajo, Cinco semanas en globo fue publicada en 1863 por el editor Jules Hetzel. Esa primera novela le catapultó a la fama y le alejó de sus problemas económicos (firmó un contrato por veinte años con Hetzel en el que se comprometía a escribir dos novelas anuales a cambio de una importante suma de dinero). Años después llegarían sus novelas más aclamadas: Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a LunaLa vuelta al mundo en ochenta días.

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Julio Verne supo llenar un vacío que existía en la sociedad del siglo XIX: llevar al gran público los avances científicos. En una entrada pasada, hablé de la revista soviética техника-молодёжи, en donde la Ciencia y la técnica eran puestas a disposición de la población rusa, en especial de los niños, quienes dentro de algunos años convertirían a la URSS en la primera potencia científica y tecnológica del mundo. Julio Verne hizo lo propio en el siglo XIX. En nuestro siglo me temo que no hay nadie que lo esté haciendo.

Las novelas de Julio Verne fueron leídas tanto por niños como mayores. Sin embargo, en la sociedad de nuestros días, son pocos los mayores que quieren volver a imaginar lo imposible (llegar a la Luna, fabricar una ciudad flotante, viajar en globo, vivir en una isla misteriosa, dar la vuelta al mundo, bajar a las profundidades de la Tierra, viajar en submarino…). Es posible que estemos inmersos en una sociedad del «no me asombro ante nada» que nos impide apreciar la grandeza de la naturaleza, la Ciencia e incluso de nuestra imaginación.

Hace diez años que no leo nada de Julio Verne. Leí todas sus novelas importantes y algunas olvidadas entre los doce y quince años. Compré muchos ejemplares, incluso repetidos, con el fin de tener su obra completa, pero la edad me jugó una mala pasada y me quedé muy lejos del final esperado. A pesar de ello, sigo manteniendo sus novelas en un lugar especial, quizás esperando ese día en el que me apetezca de nuevo creerme eso de bajar al centro de la Tierra o dejarme abandonar junto a otros niños en una isla.

Notas sobre “El señor de las moscas”

El señor de las moscas no es un libro para niños.

William Golding (Reino Unido, 1919 – 1993) construye una parábola sustentada en un grupo de niños aislados en una isla desierta, muy al estilo de Julio Verne. La diferencia con Verne reside en que Golding no hace del aislamiento un relato de entretenimiento pasivo, sino una brillante reflexión en la que el lector tiene que leer entre líneas el verdadero significado del texto.

Los niños – de edades comprendidas entre los cinco y los doce años – se organizan inmediatamente de forma jerárquica, eligiendo a un jefe, Ralph, y repartiendo las responsabilidades que consideran necesarias (cazar, fabricar refugios, mantener viva la hoguera…).

Pasa poco tiempo hasta que el jefe de los cazadores, Jack, se enfrenta a Ralph con el fin de arrebatarle el liderazgo. Se produce así una disputa en la que los niños deben escoger el bando que les representa. Por un lado está Ralph, líder elegido democráticamente por poseer una serie de virtudes que Jack desconoce (educación, empatía, inteligencia…), y por otro está Jack – el jefe de los cazadores – cuyo único objetivo es cazar, comer y divertirse. Los niños deben elegir qué líder les va a representar. Finalmente, el grupo queda dividido en dos y, poco a poco, todos los niños acaban por irse con Jack, que promete carne en abundancia y fiestas evasivas.

Los niños comenzarán a ser el reflejo de una sociedad desligada de todo tipo de valores, comportándose como seres carentes de sensibilidad. La organización y el espíritu de supervivencia serán olvidados, prevaleciendo un divertimento evasivo que recuerda demasiado al de las sociedades capitalistas. La voz racional de Ralph será eclipsada por el fanatismo festivo del bando de Jack, que tras dominar a gran parte del grupo emprenderá una persecución contra todo aquel que no esté de su lado.

La rápida evolución de los conflictos no parece forzada por Golding. El lector exige esa evolución porque la ve natural; y eso es lo que asusta. Quizá lo que extraña es que sean niños los que pierden la inocencia, y quizás ésa sea la mejor manera que encontró el autor para demostrar la perversidad adquirida del ser humano. ¿Si fueran adultos nos extrañaría la historia? La respuesta es directa: no, no nos extrañaría que unos adultos abandonados en una isla acaben por dividirse y luchar entre ellos por el dominio de una tierra. Es más, la historia parece reproducir a la perfección nuestra historia como especie.

Algo que no puede pasar desapercibido en la lectura de esta obra es la introducción del miedo. El miedo juega un papel fundamental. El miedo es la herramienta que utiliza Jack para dominar a los niños. El miedo es el arma que utilizan los gobiernos para desviar la atención de los temas realmente importantes. Jack se comporta como un gobernante que tiene que mantener firme a su rebaño desconcertado (en palabras de Walter Lippman), no vaya a ser que piense y le de por sublevarse.

El final, aunque forzado, es brillante. Cuando la lectura está a punto de llegar a su fin, no puedes creer que en un par de páginas se vaya a producir el desenlace. Es muy forzado, insisto, pero la tensión que crea en pocas líneas lo merece.

El señor de las moscas no es un libro para niños. Para entenderlo primero has tenido que reflexionar acerca del eterno debate entorno a la frase Homo homini lupus. Después de leer la novela, seguirás sin saber si el hombre es un lobo para el nombre, o es el sistema el que nos transforma en lobos. El debate sigue abierto.