El vuelo de Charlie Parker

Pocos periódicos notificaron el fallecimiento de Charlie Parker (EEUU, 1920 – 1955), y aquellos que lo hicieron confundieron su edad y nombre; sólo el New York Post dio la información correcta. La ola racista, continuación de una época pasada de esclavitud, seguía ahogando a todo negro que pretendiera destacar. Por eso, cuando la revista Time quiso ilustrar un artículo sobre la nueva forma que estaba tomando el jazz, no escogió a Charlie Parker como estandarte del movimiento, sino a un brillante músico blanco con estudios clásicos: el recién fallecido Dave Brubeck.

Tras una mimada infancia en la que pasó del bombardino al saxo alto, Charlie Parker conquistó los escenarios sin haber tenido más formación que la impartida por sí mismo. Le gustaba mirar, escuchar a Lester Young y pedir ayuda a los chicos mayores de su banda. Sus grandes progresos con el saxo alto vaticinaban que el pequeño Parker llegaría hasta la cima del jazz, hasta el dominio absoluto de su instrumento. Y allí nos lo encontramos cuando leemos artículos o libros dedicados a su obra, pero durante su corta vida, Bird – apodado así porque su forma de tocar recordaba el piar de los pájaros –, tuvo que enfrentarse al racismo y a un enemigo no menos duro, las drogas.

La pareja drogas y jazz fue inseparable durante muchas décadas. Los inicios de esa turbia relación los podemos encontrar en los propios inicios del jazz, cuando los músicos que pretendía acercarse al estilo “prohibido” se tenían que esconder en tugurios donde lo ilegal era la norma, donde los que nada tenían y a nada podían aspirar se concentraban para ver nacer lo que después sería considerada una música de culto. No obstante, fueron los propios músicos los que fomentaron el consumo desenfrenado de sustancias que acabaron por destrozar la vida profesional de muchos de ellos.

Heroinómano prácticamente desde la adolescencia, Bird (y la mayoría de sus seguidores) pensaba que aquella droga le dotaba del virtuosismo que derrochaba en el escenario, por eso muchos músicos le imitaron a pesar de que él mismo les persuadía, no sé si por miedo a que pudieran alcanzar su nivel interpretativo o porque realmente conocía los efectos negativos de la heroína.

En El perseguidor, Julio Cortázar nos presenta en forma de relato la decadencia de Charlie Parker por culpa de las drogas. Constituye un texto breve pero intenso, dirigido por unos diálogos creíbles en los que Bird se muestra bajo el nombre de Johnny Carter, un saxofonista incapaz de conciliar el éxito de los escenarios con el fracaso de su vida privada. La lectura del relato es recomendable para todo aquel que le interese conocer la visión que tenía Julio Cortázar de Charlie Parker, al que homenajea de forma póstuma.

Aunque es difícil desligar la vida de Bird del consumo de drogas, su obra ha pasado limpia a la historia del jazz gracias a que encabezó la revolución que acabaría rompiendo el swing para colocar los cimientos de un nuevo estilo, el bebop. Esa revolución la llevó a cabo junto a Bud Powell y Dizzi Gillespie, los mismos que protagonizaron “el concierto del siglo”, aquel en el que Charlie Parker tocó con un saxofón de plástico después de empeñar el suyo para poder comprar heroína. Dos años más tarde, moriría por una mezcla explosiva de neumonía, úlcera de estómago, cirrosis y el infarto final que acabó con él. Tenía treinta y cuatro años, aunque según el parte médico su cuerpo correspondía al de un hombre de sesenta. Leyenda o no, lo que está claro es que su contribución al jazz equivale a la de un músico con una prolongada carrera musical.

Dicen que un trueno retumbó en el momento de su muerte. Días después, las paredes se llenaron con graffitis de “Bird lives”.

Bird lives

Bird lives