Hay otros mundos pero están en este.
Paul Éluard
El número de octubre de la revista Mercurio está dedicado a las geografías imaginarias, esos lugares que los escritores crean para ambientar sus novelas. Hay lugares que no existen y otros que están inspirados en lugares reales, pero ambos grupos comparten el mismo denominador. Mi intención con esta entrada no es hablar de esos mundos imaginarios, sino de nuestro arriesgado acercamiento a uno de ellos.
Hace unos días, Philip Roth volvió a insistir en un tema que le preocupa: la pérdida del lector por culpa de las pantallas. Teníamos televisiones, también ordenadores, luego llegaron las videoconsolas y los móviles; y ahora sufrimos los Smartphone. Antes decíamos que el metro era un lugar de lectura –sobre todo a primera hora de la mañana – donde prácticamente todos los viajeros leían un periódico o un libro; la población leía, aunque fueran las lecturas imperantes. Hoy en día no nos queda nada de eso. Los vagones van atestados de gente que fija la mirada en una pantalla para comunicarse con otra gente que hace lo mismo en otro lugar cercano o lejano. El tiempo privado, cada vez más escaso, se ha perdido con la agresiva entrada de la tecnología.
Parodiaba yo esta situación en una entrada del mes de agosto (Porno literario). La idea era desfigurar la realidad con el fin de crear un mundo imaginario que mantuviera la esencia del que observamos. Con ello quería poner sobre la mesa algo que yo entiendo como un problema: nuestro acercamiento como sociedad a mundos ficticios que siempre fueron entendidos como tales, no como modelos cercanos.
Las sociedades imaginarias ya estuvieron en la mente de muchos escritores, como Tomás Moro, Aldous Huxley, Ray Bradbury o George Orwell. Sin embargo, en vez de acercarnos al mundo utópico de Tomás Moro nos acercamos a los mundos más oscuros jamás creados, como el de Un mundo feliz o 1984. Parece como si la distopía se presentara más atractiva que la utopía, o quizá sea que es más fácil el camino hacia ella que hacia aquella. Supongo que todo el mundo coincidirá con estas palabras.
La pérdida del hábito de la lectura – no sólo ya en el tiempo libre sino también en los tiempos muertos (transporte y esperas) – nos acerca a una distopía literaria. Es difícil ver a alguien leyendo en el metro/autobús/tren (sin contar a los lectores electrónicos, esos que sólo leen en pantallas). Es tan difícil que el otro día me senté junto a tres personas que estaban leyendo un libro en papel y poco me faltó para comentar la situación. Las pantallas y el entretenimiento pasivo robaron a los libros su tiempo y su lugar, consiguiendo a su vez que la importancia del qué leer sea considerada como algo secundario frente al simple acto de leer.
Nos acercamos a una sociedad sin lectura, a una sociedad imaginaria descrita por Ray Bradbury en Fahrenheit 451. Seguro que la ausencia de libros nunca será por imposición, seguro que el oficio de bombero jamás será el de quemar libros, seguro que nunca tendremos que memorizar el que más nos guste para hacerlo pasar a la historia… Pero lo que sí es seguro es que la lectura seguirá envejeciendo conforme las nuevas tecnologías sigan ofreciendo un producto cada vez más novedoso, llamativo y absurdo. No sé si evolucionaremos hacia tiempos pasados o esta decadencia seguirá su curso. No sé si alguna vez decidiremos apagar algunos de nuestros aparatos para recuperar el tiempo privado que perdimos. Mientras, que cada uno mantenga su hoguera.