Julio Verne, un visionario

Hoy, 24 de marzo de 2013, se cumplen 108 años del fallecimiento de Jules Gabriel Verne Allotte, más conocido en los países de habla hispana como Julio Verne.

Julio Verne nació el 8 de febrero de 1828 en la isla Feydeau, en la ciudad francesa de Nantes. Por aquel entonces, Nantes era una ciudad bulliciosa, repleta de veleros que subían y bajaban por el Loira bajo la atenta mirada de Julio y su hermano Paul. Desde pequeño, Julio Verne mostró gran admiración hacia todo tipo de inventos, mapas, objetos mecánicos… pero su padre, Pierre Verne, le intentó alejar de todo aquello por ser el elegido para sucederle en el bufete de abogados del que era dueño. Su hermano Paul tuvo más suerte, llegó a ser marinero y recorrió un mundo al que Julio Verne sólo tuvo acceso a través de libros de aventuras, memorias de exploradores y mapas.

Es difícil poner diques al mar, más cuando el mar es tan bravo y rebelde como las ganas de saber de Julio Verne. Fue el señor Bodin, boticario y librero de la Plaza Pilori, quien ayudó a Verne a romper las cadenas que Pierre Verne colocó en su hijo al ingresarle en un colegio de educación clásica. Le ofreció los relatos de los viajes de Marco Polo, las obras del Barón de Humboldt… Además, su tío Châteaubourg, mostró a Verne numerosos inventos, así como obras de autores como Walter Schott, Homero o Dickens.

Aquel cóctel de Ciencia, literatura de aventuras y viajes, fue la semilla que germinó años después en la mente de Julio Verne. Su obsesión por unificar Literatura y Ciencia le llevó a emprender un inmenso proyecto (en palabras del que años después fue su amigo, Alejandro Dumas) que calificó de la siguiente manera en una carta a su padre:

Estas obras no son apenas serias, en efecto. Tengo en mente muchas ideas en la cabeza, millones de proyectos que no soy todavía capaz de formular; si lo que imagino es bueno, lo verás algún día; pero me hace falta tiempo, paciencia y tenacidad.

Su padre le había mandado a París para que estudiara Derecho y entrara a trabajar en su bufete. Julio Verne acabó la carrera pero tras vivir el París bohemio, empaparse de letras y frecuentar círculos literarios, no quiso regresar a Nantes a trabajar como abogado. Eso provocó que su padre le retirara la ayuda económica para su sustento. Fue así como Julio Verne vivió pobre, apenas sin comer, con el único objetivo de dar forma a su proyecto de novelar la Ciencia.

Tras diez años de trabajo, Cinco semanas en globo fue publicada en 1863 por el editor Jules Hetzel. Esa primera novela le catapultó a la fama y le alejó de sus problemas económicos (firmó un contrato por veinte años con Hetzel en el que se comprometía a escribir dos novelas anuales a cambio de una importante suma de dinero). Años después llegarían sus novelas más aclamadas: Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a LunaLa vuelta al mundo en ochenta días.

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Julio Verne supo llenar un vacío que existía en la sociedad del siglo XIX: llevar al gran público los avances científicos. En una entrada pasada, hablé de la revista soviética техника-молодёжи, en donde la Ciencia y la técnica eran puestas a disposición de la población rusa, en especial de los niños, quienes dentro de algunos años convertirían a la URSS en la primera potencia científica y tecnológica del mundo. Julio Verne hizo lo propio en el siglo XIX. En nuestro siglo me temo que no hay nadie que lo esté haciendo.

Las novelas de Julio Verne fueron leídas tanto por niños como mayores. Sin embargo, en la sociedad de nuestros días, son pocos los mayores que quieren volver a imaginar lo imposible (llegar a la Luna, fabricar una ciudad flotante, viajar en globo, vivir en una isla misteriosa, dar la vuelta al mundo, bajar a las profundidades de la Tierra, viajar en submarino…). Es posible que estemos inmersos en una sociedad del «no me asombro ante nada» que nos impide apreciar la grandeza de la naturaleza, la Ciencia e incluso de nuestra imaginación.

Hace diez años que no leo nada de Julio Verne. Leí todas sus novelas importantes y algunas olvidadas entre los doce y quince años. Compré muchos ejemplares, incluso repetidos, con el fin de tener su obra completa, pero la edad me jugó una mala pasada y me quedé muy lejos del final esperado. A pesar de ello, sigo manteniendo sus novelas en un lugar especial, quizás esperando ese día en el que me apetezca de nuevo creerme eso de bajar al centro de la Tierra o dejarme abandonar junto a otros niños en una isla.

Recordando a Charles Dickens

Charles Dickens (Inglaterra, 1812 – 1870) comenzó a trabajar en una fábrica de betún a la edad de doce años. Sin apenas formación académica, aprendió a narrar historias como nadie jamás ha podido volver a hacer: colocando sobre la balanza ternura y dureza a partes por igual.

[No podía dejar que este año se escapara sin dedicar unas líneas a este magnífico narrador en el bicentenario de su nacimiento. La idea me llevaba rondando la cabeza desde que creé el blog (11 de febrero) y no he podido llevarla a cabo hasta el último día de este año. No he leído mucho de Dickens, más bien poco: Grandes esperanzas, David Copperfield y un pequeño libro de cuentos llamado La Navidad cuando dejamos de ser niños. Sin embargo, creo que sólo con David Copperfield te puedes hacer una idea de la grandeza del autor y de su capacidad innata para transmitir. Sus mil y algo páginas se te deshacen en las manos en pocos días. Comienzas, y cuando eres consciente de que estás leyendo un libro, ya vas por la mitad, odias a la mitad de sus personajes y temes que la próxima mitad pase igual de rápido que la primera. El ejemplar que tengo está arrugado, con gotas de sudor en cada una de sus páginas, marcas de dedos y alguna que otra mancha. No es que sea descuidado con mis libros, todo lo contrario, pero éste me acompañó en un largo viaje y la historia no me dejó seleccionar los momentos para su lectura]

Charles Dickens en 1861. (George Herbert)

Charles Dickens en 1861. (George Herbert)

Dickens pasó unos años en la fábrica de betún al tiempo que dedicaba su tiempo libre a leer novelas de aventuras, como Don Quijote de La Mancha o Robinson Crusoe; historias que le marcaron en su día y le influenciaron posteriormente para crear las suyas. Consiguió trasladar esas influencias a su tiempo, dejándonos un retrato fiel de las miserias de la época victoriana: explotación infantil, carencia de derechos humanos, desigualdad…

[Este año he leído más libros que cualquiera de los años que llevo leyendo, y no son muchos (ya comenté mi odio hacia la lectura en 23 de abril, Día del Libro.¿Algo que celebrar?). De entre todas esas decenas de libros, David Copperfield sobresale junto a El laberinto de la soledad. Lo compré nada más acabar Grandes esperanzas, hará ya tres años; necesitaba recuperarme del sabor amargo que me había dejado el final. Se ve que se me pasó rápido porque David Copperfield me estuvo mirando durante dos años y medio desde una estantería. Atravesó el Atlántico en una mochila esperando que me quedara sin nada que leer para que me atreviera con él]

Cuando Dickens narra, el resto leemos. Su punto fuerte es la creación de personajes. Consigue que odies a quién él señala como malo, que quieras al que él señala como bueno y que simpatices con los que sin llegar a ser buenos, en algún capítulo lo serán. Aunque siempre parte de historias en las que los niños son los protagonistas, en cada una de ellas el niño es diferente, pero siempre humilde y luchador, como fue Dickens en su niñez. Son muchos los que han quedado admirados por sus tiernas  (y a la vez crudas) historias. Tolstói, por ejemplo, llegó a decir que toda obra de ficción debía ser juzgada utilizando como patrón el capítulo de la tempestad de David Copperfield. No exageraba.

[Cansado como estaba (y estoy) del blog, decidí no hacer ninguna entrada sobre Dickens y dejar que el año acabase sin más, como otro, sin recordar a este autor que tantas buenas horas me ha hecho pasar. Pero hace unos días me regalaron unos cuentos breves que me recordaron que todavía tenía pendiente una cita con su autor. Estaban englobados bajo el título La Navidad cuando dejamos de ser niños. No es que derrochen sentimiento navideño, salvo uno de ellos (el que da título al libro), pero por lo menos te hacen pasar un buen rato entre tanto polvorón, roscón y luces que iluminan el cielo]

No se puede leer a Dickens para pasar el rato. Sus historias albergan una crítica social dura y directa hacia la sociedad del momento. Hay que leerle con los ojos bien abiertos y con la mente puesta en su época, intentando trasladar sus críticas a nuestros días, deseando la aparición de un nuevo Dickens que señale y condene con la misma coherencia y ternura que aquel que nació hace ya doscientos años.

Hasta el año que viene.

Un adiós a Orhan Pamuk

Ante todo admiramos a los autores por los libros que han escrito, por supuesto. Con el paso de los años nuestros recuerdos de la época en que los leímos por primera vez y la nostalgia de los sentimientos que despertaron en nosotros, se unen a la admiración que experimentamos  en nuestra primera lectura. La afinidad que sentimos por el autor ya no solo se debe a que nos ha presentado una imagen del mundo que se nos ha grabado en el corazón, sino también a que ha formado parte de nuestro desarrollo vital y espiritual.

Otros colores. Orhan Pamuk.

Recuerdo la primera vez que leí a Orhan Pamuk (Estambul, 1952). Por aquel entonces era un escritor turco aspirante al Nobel de Literatura que sobrevivía en Turquía pese a los problemas políticos en los que se había metido por escribir y opinar sin tapujos. Al año siguiente – si mal no recuerdo – se lo concedieron. La onda expansiva tras el boom sueco llegó incluso a España, tierra árida en lectores. Recuerdo algún cartel publicitando sus novelas; también los escaparates de las librerías, que aprovecharon la ocasión para relanzar las novelas de un escritor que no había calado, ni caló, ni cala entre el gran público.  Recuerdo también que yo no quise leer ningún otro libro suyo porque el que había leído (El astrólogo y el sultán) me había decepcionado. Pero al final, al cabo de un par de años, en un largo viaje de verano, decidí leer un libro que me marcó en su día y al que he vuelto a ir en innumerables ocasiones: Estambul. Ciudad y recuerdos. Ese libro me alejó de los países por los que estaba viajando para llevarme directamente a Estambul. Fue ése el inicio de una larga lectura que duró años en mi mente y meses en la realidad. Leí todo lo que pude de él, aunque en el camino me dejé Nieve, todo un clásico en su obra.

Orhan Pamuk en su estudio.

Pamuk consigue con sus libros crear un ambiente paralelo al real. Su mundo, aunque está ambientado en una ciudad que puedes ver, oler y sentir, no corresponde a la realidad.  Él, más que un estilo propio, se ha creado un universo propio, donde los personajes se encadenan novela tras novela y los argumentos se repiten sin caer en la monotonía. Ese mundo paralelo alcanza su máxima expresión en la novela El Museo de la Inocencia. Todo lector que conozca la trayectoria literaria (y vital) de Pamuk encontrará en ella un lugar de convergencia, un lugar donde el estilo se define por completo y la grandeza del autor se muestra desnuda tras una prosa ágil, cuidada y aparentemente sencilla. Es tal la importancia que el propio autor da a esa obra que hace unos meses materializó la ficción en un lugar físico de Estambul. El Museo de la Inocencia existe; lo creó tras la publicación de la novela, rompiendo así la frágil línea que –en ocasiones – separa la ficción de la realidad.

El mundo de Pamuk se sustenta en dos pilares: el amor y Turquía. Parece como si el autor entendiera que no hay diferencia entre esos dos conceptos. Amor y Turquía, Turquía y amor: dos palabras que sin significar lo mismo resumen una misma reflexión. Entremezcla la decadencia de Turquía tras un pasado de gloria con la decadencia del amor tras un presente/pasado de felicidad. Pero no es un carácter meramente depresivo o autodestructivo el que enmarca su estilo. Pamuk busca algo de felicidad entre la decadencia, como si en el mundo de los desposeídos de toda gloria la felicidad compartiera raíz con la causa de la decadencia. El duelo entre opuestos, la dialéctica, no tiene cabida en sus novelas. La síntesis no existe porque no queda claro qué es la tesis y la antítesis; son conceptos mezclados.

El análisis sentimental del ser humano es otro rasgo en su estilo. En primera persona se sumerge en la vida de sus personajes hasta sacar de ellos lo máximo que pueden dar: sus pasiones, sus odios, sus miedos o sus sueños. Exprime la parte más sentimental de los personajes, consiguiendo con ello que el eje argumental de sus novelas no sea la historia que leemos, sino el sentir de sus personajes hacia la historia que protagonizan. Esos personajes resultan ser excesivamente parecidos entre sí, dándonos a entender que no son más que una prolongación ficticia de su autor. No obstante, Pamuk consiguió desligarse de sí mismo en Me llamo rojo, creando una obra difícil, negra, histórica y romántica, en donde todos los personajes hacen de narradores. No es común el uso de múltiples narradores, ni tampoco que el lector los asuma con naturalidad. La ventaja que encontró utilizando múltiples narradores en primera persona fue la de ofrecer una visión completa y “objetiva” de toda una historia. No deja de ser curiosa la forma en la que está narrada esta novela en comparación con las demás. A Pamuk le cuesta desprenderse de sus vivencias, por eso el uso de la primera persona le resulta tan cómodo al narrar historias sustentadas en aspectos autobiográficos. En Me llamo rojo parece que se esforzó por huir de sí mismo, y lo logró, ya lo creo que lo logró, aunque la primera persona del singular le obligara a encontrar – sin desprenderse de ella – nuevas formas narrativas.

Posando en El Museo de la Inocencia. Estambul.

Pamuk es un apasionado de la literatura. Siendo estudiante de arquitectura dejó todo y se puso a escribir como si le fuera la vida en ello. Por eso siempre me ha parecido un niño de papá que, aprovechando la riqueza de su familia, hizo lo que le vino en gana. Pero ese tiempo de vacío no fue fácil para él ni para su familia. Pamuk trabajó duro durante años hasta que consiguió que su primera novela viera la luz; rozaba los treinta y el fracaso estaba a la vuelta de la esquina. Al final lo consiguió con Cevdet Bey y sus hijos (inédita en castellano). Se convirtió en el escritor turco de referencia al crear un nexo entre oriente y occidente, logro que le acarreó serios problemas políticos. En Otros colores es posible leer entrevistas y artículos en los que queda claro su posicionamiento político y los problemas que tuvo antes de ganar el Nobel.

Dije adiós a Pamuk hace tres años, cuando tenía veintiún años. Me leí La vida nueva y no me aportó nada. Sus páginas caían de nuevo en el mismo eje argumental, en la misma angustia y los mismos sentimientos de algunas de sus novelas, como El libro negro. Pensé que a Pamuk le había marcado tanto un suceso de su adolescencia que nunca sería capaz de liberarse de él a la hora de escribir. Pensé que su vida y su obra se alimentaban la una de la otra. Pensé que ya era hora de dejar a ese autor por un tiempo y cambiar de vida. Pensé que el exceso de sentimentalismo cansa, más en literatura. Pensé que Pamuk utiliza la literatura como terapia y al lector como psiquiatra mudo. Pensé demasiadas cosas y acabé por olvidar a Pamuk. Sin embargo, el otro día, en una situación que no viene al caso, me preguntaron por mi autor preferido. Tenía a ocho personas esperando una respuesta y no se me ocurrió nombrar a otro distinto a Pamuk. Ese día me acordé de él, del invierno que pasé leyendo sus novelas y de cómo acabé por identificarme con el capítulo 34 de Estambul. Ciudad y recuerdos, La infelicidad es odiar la ciudad y odiarse a uno mismo. En ocasiones releo fragmentos de esas memorias y pienso que con ellas consiguió acercarse a un montón de desconocidos al tiempo que se distanciaba de su familia. Valoró más su obra que su vida privada. Lanzó al mundo unas memorias como si el mundo fuera ciego o no tuviera dedo con el que señalar. Pamuk sufrió y sufre la enfermedad del escritor, ésa que hace pensar que nada de lo que se escribe será leído por alguien. ¿Qué más da despojarse de la vida si con ella se crean otras?  ¿Qué más da ser un nombre en una portada? ¿Quién es Orhan Pamuk? ¿Qué será? ¿Alguien recordará que vagaba por Estambul cuando la noche ya era cerrada? No, nadie recordará eso. Nada será recordado. Ojalá no hubiera leído nada suyo, aún tendría algo que descubrir.

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Las calles de Beyoglu, sus rincones oscuros, el deseo de huir y el sentimiento de culpabilidad parpadeaban en mi mente como luces de neón. Tal y como podía percibir en los momentos de rabia y sentimentalismo excesivos, esas calles de la ciudad que tanto amaba, medio oscuras, medio atractivas, sucias y malignas, hacía mucho que habían ocupado el lugar de ese segundo mundo al que antes podía escapar. Supe que esa noche no estallaría una discusión entre mi madre y yo, que poco después cruzaría la puerta, huiría a la calles, que me darían consuelo, y que después de caminar largo rato regresaría a casa a medianoche y me sentaría a mi mesa para intentar extraer algo del ambiente y de la química de aquella calles.

–          No voy a ser pintor – dije –. Seré escritor.

Estambul. Ciudad y recuerdos. Orhan Pamuk

50 aniversario de «La naranja mecánica»

–          ¿Y ahora qué pasa, eh?

Estábamos yo, Alex, y mis tres drugos, Pete, Georgie y el Lerdo, que realmente era lerdo, sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco.

1ª edición en castellano

Han corrido ríos de tinta analizando, explicando y justificando la adaptación cinematográfica de La naranja mecánica. Por eso, en el 50 aniversario de la publicación de la novela, dedicaré unas líneas a Anthony Burgess (Inglaterra, 1917 – 1993), el verdadero cerebro creador de la reflexión que se esconde tras la insuperable adaptación de Stanley Kubrick.

Poca gente ha leído La naranja mecánica. Poca gente reconoce a Anthony Burgess cuando se cita su nombre en una conversación; casi siempre tiene que ir acompañado de la coletilla «el autor de La naranja mecánica». Quizá su firma pase a la posteridad por encontrarse a la sombra de una de las mejores películas de la historia del cine, pero no por ello tenemos que arrebatarle su valor.

S.Kubrick adaptó la novela de A.Burgess, La naranja mecánica.

En 1959 Anthony Burgess se derrumbó en mitad de una clase debido a un tumor cerebral. Su vida – dedicada al ejército y a la enseñanza de idiomas – sufrió un cambio severo cuando los médicos pronosticaron que pocos meses le quedaban de vida. Angustiado con la idea de no dejar herencia a su mujer, abandonó su trabajo para dedicarse a tiempo completo a la literatura, escribiendo cinco novelas y media durante el año pronosticado de vida. Sin embargo, la muerte no le llegó, pudiendo disfrutar de la literatura treinta y dos años más de lo previsto.

Una de las cinco novelas que escribió en aquel periodo fue La naranja mecánica. Un texto provocativo, duro y reflexivo cuya trama es cuanto menos original. Un grupo de cuatro jóvenes, pertenecientes a una sociedad distópica, pasan el rato bebiendo, robando y propinando palizas a todo aquel que se ponga por delante. La noche en la que se disponen a cometer un importante atraco, tres del grupo traicionan al cabecilla, Alex, que acabará entre barrotes. Allí se ofrece como conejillo de indias para probar una técnica de reinserción en la sociedad que consiste en provocar al reo un fuerte malestar cuando sienta impulsos delictivos. Tras someterse a dicha técnica, Alex queda aparentemente capacitado para llevar una vida en paz junto al resto de la sociedad; eso  sí, el precio de su reinserción es la anulación de su propia capacidad de elección.

Inspirada en una experiencia personal (su mujer fue víctima en 1944 de un robo y violación en Londres por parte de cuatro marines estadounidenses), La naranja mecánica se convirtió en una novela de culto. Fue tal su repercusión en los círculos intelectuales que numerosos estudiantes pretendieron realizar sus tesis doctorales sobre la novela, como afirma Antonhy Burgess en la introducción de 1986. Y es que la novela, pese a su brevedad, abarca temas tan complejos como la moral, la ética o la libertad.

Anthony Burgess (1917 -1993)

Narrada en primera persona y usando un lenguaje inventado al que cuesta acostumbrarse (nadsat), la novela nos introduce en la problemática de la capacidad de elección, el duelo entre el bien y el mal, la ausencia de moral y la importancia de la libertad.

Alex es un joven nacido en una sociedad carente de valores. Como individuo perteneciente a ella reproduce de forma grotesca sus contradicciones. Su duelo interno entre el bien (amor por la música, el lenguaje y la belleza) y el mal (derroche de violencia, robos y violaciones) es la representación de una sociedad decadente que, sin dejar de recordar tiempos pasados, se tiene que enfrentar a un presente descontrolado. Sin asumir que la decadencia crea jóvenes como los cuatro drugos protagonistas, la sociedad utiliza la represión como única arma estabilizadora. Así nos encontramos al joven Alex en una cárcel donde la reinserción se pretende basar en la Técnica Ludovico, un experimento cuya metodología consiste en crear una respuesta negativa ante un estímulo delictivo, de tal manera que el individuo se sienta incapaz de ejecutarlo. Ese punto es clave para la reflexión: Alex no cometerá delitos en el futuro porque entienda que no es ético, sino porque la sensación momentos antes de cometerlos será tan desagradable que no podrá realizarlos. Esa supresión de la libertad (de la capacidad de elección) convierte al joven drugo en siervo de la represión. Y así lo entiende la sociedad cuando por fin sale de la cárcel: nadie le acepta, ni su propia familia, porque ven en él al mismo individuo que entró en la cárcel. Alex tendrá que asumir el rechazo de la sociedad sin entender las razones y comprobando cómo el sistema, pese a estar podrido, muestra una falsa cara de felicidad y estabilidad. Finalmente, transcurridos varios años, Alex asumirá que la violencia gratuita no tiene cabida en una sociedad con ciertos valores éticos.

Para alguien que sólo haya visto la película, esta última frase carecerá de sentido alguno puesto que la adaptación cinematográfica se basó en la edición norteamericana, la cual prescindió del capítulo en el que Alex – pasados algunos años – se convierte en un modélico ciudadano.

Yo, fiel admirador de Stanley Kubrick, me decanto por el “anti-desenlace” de la adaptación. Creo que cerrar la historia con un final feliz hace perder credibilidad a la novela, por no hablar de la puerta que cierra a la reflexión. No obstante, Anthony Burgess opinó lo contrario, declarando en numerosas ocasiones que se cansó de dar explicaciones sobre algo que él no había escrito.

Salvando esa polémica, ambas “naranjas” son dignas de estudio. Siempre he sido de la opinión de que los libros superan a las adaptaciones cinematográficas, exceptuando algunos casos como la filmografía importante de Kubrick (La chaqueta metálica, El resplandor,  Barry Lyndon o Eyes Wide Shut). Pero es también en la obra de Kubrick donde encuentro la igualdad entre novela y adaptación, como Lolita de Nabokov o, en este caso, La naranja mecánica de Anthony Burgess.

Sin más, me despido con las últimas líneas que nos dedicó Alex:

Pero donde vaya ahora, oh hermanos míos, tengo que itear odinoco, no podéis acompañarme. Mañana es todo como dulces flores y la tierra vonosa que gira, y allá arriba las estrellas y la vieja luna, y vuestro viejo drugo Alex buscando odinoco una compañera. Y toda esa cala. Un mundo grasño y vonoso, realmente terrible, oh hermanos míos. Y por eso, un adiós de vuestro druguito. Y para todos los demás en esta historia, un profundo chumchum de música de labios: brrrrr. Y pueden besarme los scharros. Pero vosotros, oh hermanos míos, recordad alguna vez a vuestro pequeño Alex que fue. Amén. Y toda esa cala. 

Notas sobre “El señor de las moscas”

El señor de las moscas no es un libro para niños.

William Golding (Reino Unido, 1919 – 1993) construye una parábola sustentada en un grupo de niños aislados en una isla desierta, muy al estilo de Julio Verne. La diferencia con Verne reside en que Golding no hace del aislamiento un relato de entretenimiento pasivo, sino una brillante reflexión en la que el lector tiene que leer entre líneas el verdadero significado del texto.

Los niños – de edades comprendidas entre los cinco y los doce años – se organizan inmediatamente de forma jerárquica, eligiendo a un jefe, Ralph, y repartiendo las responsabilidades que consideran necesarias (cazar, fabricar refugios, mantener viva la hoguera…).

Pasa poco tiempo hasta que el jefe de los cazadores, Jack, se enfrenta a Ralph con el fin de arrebatarle el liderazgo. Se produce así una disputa en la que los niños deben escoger el bando que les representa. Por un lado está Ralph, líder elegido democráticamente por poseer una serie de virtudes que Jack desconoce (educación, empatía, inteligencia…), y por otro está Jack – el jefe de los cazadores – cuyo único objetivo es cazar, comer y divertirse. Los niños deben elegir qué líder les va a representar. Finalmente, el grupo queda dividido en dos y, poco a poco, todos los niños acaban por irse con Jack, que promete carne en abundancia y fiestas evasivas.

Los niños comenzarán a ser el reflejo de una sociedad desligada de todo tipo de valores, comportándose como seres carentes de sensibilidad. La organización y el espíritu de supervivencia serán olvidados, prevaleciendo un divertimento evasivo que recuerda demasiado al de las sociedades capitalistas. La voz racional de Ralph será eclipsada por el fanatismo festivo del bando de Jack, que tras dominar a gran parte del grupo emprenderá una persecución contra todo aquel que no esté de su lado.

La rápida evolución de los conflictos no parece forzada por Golding. El lector exige esa evolución porque la ve natural; y eso es lo que asusta. Quizá lo que extraña es que sean niños los que pierden la inocencia, y quizás ésa sea la mejor manera que encontró el autor para demostrar la perversidad adquirida del ser humano. ¿Si fueran adultos nos extrañaría la historia? La respuesta es directa: no, no nos extrañaría que unos adultos abandonados en una isla acaben por dividirse y luchar entre ellos por el dominio de una tierra. Es más, la historia parece reproducir a la perfección nuestra historia como especie.

Algo que no puede pasar desapercibido en la lectura de esta obra es la introducción del miedo. El miedo juega un papel fundamental. El miedo es la herramienta que utiliza Jack para dominar a los niños. El miedo es el arma que utilizan los gobiernos para desviar la atención de los temas realmente importantes. Jack se comporta como un gobernante que tiene que mantener firme a su rebaño desconcertado (en palabras de Walter Lippman), no vaya a ser que piense y le de por sublevarse.

El final, aunque forzado, es brillante. Cuando la lectura está a punto de llegar a su fin, no puedes creer que en un par de páginas se vaya a producir el desenlace. Es muy forzado, insisto, pero la tensión que crea en pocas líneas lo merece.

El señor de las moscas no es un libro para niños. Para entenderlo primero has tenido que reflexionar acerca del eterno debate entorno a la frase Homo homini lupus. Después de leer la novela, seguirás sin saber si el hombre es un lobo para el nombre, o es el sistema el que nos transforma en lobos. El debate sigue abierto.

Claraboya

El caso de Claraboya, la novela póstuma de José Saramago (Portugal, 1922; España, 2010. Premio Nobel de Literatura 1998), es otro ejemplo de estrategia editorial. El libro, escrito cuando Saramago tenía 31 años, fue rechazado en su día por la editorial. Utilizar el verbo rechazar quizá es demasiado generoso, más propio sería decir “rechazaron sin contestación”. Saramago, ilusionado con su segunda novela, dio en mano Claraboya a un amigo para que la llevara a la editorial, donde tenía algún contacto. La respuesta llegó 36 años después, cuando ya era un escritor consagrado a nivel internacional. Según la editorial, el manuscrito se había perdido en las oficinas, encontrándolo en 1989 gracias a una mudanza. Saramago, al recibir la llamada de la editorial contándole esa historia, no aceptó la propuesta de publicación, pero recogió el manuscrito y Pilar (su mujer, compañera y traductora al castellano) lo guardó hasta su muerte . Dice Pilar que le insistió para publicar la novela nada más recibirla. Él no quiso. Se negó incluso a releerla, aunque dejó la puerta abierta a la publicación para cuando ya no estuviese. Seguramente, el recuerdo de aquella novela rechazada en silencio por la editorial le provocaba demasiado dolor, demasiadas visiones de un pasado vacío de Literatura, demasiada vida invertida en otras actividades… dos largas y vacías décadas.

La editorial rechazó un texto muy bueno aunque comprometedor para la época en la que tendría que haber sido publicado. Saramago nos sumerge en la vida diaria de un edificio portugués en el Lisboa de los años 40. Ofrece unos personajes definidos y muy diferentes unos de otros para crear un cuadro de la vida en aquellos tiempos grises. Primero pasea la mirada por cada vivienda para después crear conflictos dentro de ellas. Así nos encontramos a la mujer sumisa casada con el marido bruto y violento; al matrimonio convencional con una hija que escapa de sus clases de taquigrafía para ver al novio no aceptado por la familia; al zapatero culto amigo de su joven inquilino, un chico que desea exprimir de la vida aquello que otros no han podido; a las mujeres unidas por un amor rechazado por la sociedad; al padre de familia amargado por no llevar la vida que hubo imaginado, pagando su fracaso con su hijo, al que apenas mira, con su mujer, a la que no puede o no sabe amar; a la mujer mantenida, la que pasa las horas del día esperando a que su marido entre por la puerta, sin más aspiración que satisfacer las demandas de un machista que no la quiere.

No es una novela política, de denuncia o reflexión, ni mucho menos. No obstante, Saramago no aparta la mirada de sus personajes para exprimir al máximo sus miserias. Pienso en la novela y me imagino un edificio antiguo, gris, viejo y triste. Tristeza, es la palabra que más se adecua a esas páginas.

Leer Claraboya es hundirte en la cama con sus personajes haciendo tuyas sus miserias, sus fracasos, sus golpes y la templanza con la que los aguantan y siguen viviendo. Dejas de leer Claraboya y no tienes la sensación de acabar un libro, o de dejarlo durante un tiempo, sí de que esas páginas no conforman una novela, sino una fotografía de un pasado que perdió el blanco y negro para ganar el color. Ese edificio sigue existiendo, esas vidas siguen sustentándose en la sinrazón de la simple existencia, esos sueños rotos van tomando cada vez más color…

Boris Vian: novio del Jazz, amante de la Literatura

¿Qué no hubiese hecho Boris Vian si no hubiese muerto a los 39 años?

Nació en 1920, en Francia, en el lugar adecuado y en la época perfecta para desarrollar todas sus inquietudes culturales.  Ingeniero, traductor, periodista, crítico de jazz, dramaturgo, poeta, músico, escritor… Amante de la noche, de las fiestas, de los clubes y de la buena música. Con tan sólo 20 años ya tenía su propia orquesta de jazz, frecuentaba locales nocturnos y comenzaba a trabajar en su primera novela mientras estudiaba ingeniería.  No necesitó vivir más porque en 39 años hizo lo que varias personas hacen en vidas separadas. Aprovechó cada minuto, cada noche, cada cualidad que poseía para explotar sus aficiones hasta convertirlas en su forma de vida.

Con respecto al jazz, se codeó con Duke Ellington, Claude Abadie, Claude Luter, Miles Davis, Charlie Parker… Tocó la trompeta bajo la dirección de Claude Abadie en una pequeña orquesta; después conocería al clarinetista Claude Luter con el que abriría el “New Orléans Club”, su primer local; después llegaron “Tabou” y el afamado “Club Saint Germanin”. Noches, conciertos, fiestas, grabaciones y críticas en la revista Jazz Hot. Toda una pasión convertida en trabajo que acabó en 1950, cuando el médico le aconsejó que dejase de tocar la trompeta si quería seguir viviendo. Llevaba arrastrando las secuelas de un par de enfermedades que padeció en su infancia, provocando su prematura muerte tras regresar del estreno de la adaptación cinematográfica de su novela Escupiré sobre vuestra tumba. Y esto nos lleva al campo por el que es más conocido, la Literatura.

Ayer me leí uno de sus libros (justamente Escupiré sobre vuestra tumba) de un tirón, de principio a fin sin levantarme del asiento de un avión. Tiene tanta fuerza escribiendo que es imposible escapar a las garras de su escritura. Su estilo está marcado por la agresividad, la violencia con la que describe ciertas situaciones, la narración agolpada (sin tregua, sin descanso) la presentación de situaciones rayanas con el surrealismo (como en Que se mueran los feos) y diálogos muy ingeniosos y naturales. Tengo que decir que no me parece un narrador excepcional, quizá porque pretende escribir mucho en poco espacio, es decir, narrar una historia complicada y llena de sucesos en escasas ciento cincuenta páginas; pero merece la pena leerlo porque es un escritor que se sale de la norma haciendo demoledoras críticas a la sociedad.

A continuación, la composición musical más famosa de Boris Vian, Le déserteur.  La traducción se puede encontrar aquí

Las hijas de Víctor Hugo

Estaba tardando en escribir una entrada sobre el autor de uno de los mejores libros que he leído: Los Miserables, de Víctor Hugo.

Podría escribir sobre otros autores cuyos libros me han impactado más, pero es la historia de las hijas de Víctor Hugo la que me lleva a dedicarle unas líneas.

Francés, nacido el 26 de febrero de 1802 y fallecido el 22 de mayo de 1885. Escritor de mente turbulenta, romántico, poeta, político reformista, dramaturgo, intelectual respetado y admirado…Rudo, serio y vigoroso; su físico no encaja con la sensibilidad de sus novelas y poemas.  El ritmo de su vida, dedicada a la política, siempre estuvo marcado por sus libros, discursos y poemas. Aclamado por el público, político humano (y no por ello irracional), apoyado por el pueblo cuando Napoleón III cayó y pudo regresar de su exilio, elegido diputado para posteriormente desencantarse de la política. Por sus venas corría el romanticismo francés, las calles, los cafés, las discusiones de política, los desgraciados, los olvidados…Justo y humano, observador , supo representar la sociedad de su época a través de personajes conmovedores – como el bueno de Jean Valjean – ,y agradables historias como la narrada en Nuestra Señora de París.

Su vida, salpicada por las injusticias sociales y la tensión de la política, tuvo dos momentos cruciales: el fallecimiento de su hija, Léopoldine, y el desequilibrio mental de Adéle.

Léopoldine murió en 1843.  No había pasado ni medio año desde su boda cuando un paseo en bote por el Sena acabó con su vida. Se cayó al agua y, pese a los intentos de su marido por ayudarla, murió ahogada. Me contaron un día que su marido al no poder hacer nada se tiró por la borda y se ahogó con ella. Ignoro si es cierto, aunque  me parece que tiene bastante sentido.

Víctor Hugo quedó profundamente marcado por esa desgracia, dedicando por ello muchos poemas a su fallecida hija (el cuarto libro de Les Contemplations). El más conocido es Demain, dès l’aube

Demain, dès l’aube

Demain, dès l’aube, à l’heure où blanchit la campagne,
Je partirai. Vois-tu, je sais que tu m’attends.
J’irai par la forêt, j’irai par la montagne.
Je ne puis demeurer loin de toi plus longtemps.
Je marcherai les yeux fixés sur mes pensées,
Sans rien voir au dehors, sans entendre aucun bruit,
Seul, inconnu, le dos courbé, les mains croisées,
Triste, et le jour pour moi sera comme la nuit.
Je ne regarderai ni l’or du soir qui tombe,
Ni les voiles au loin descendant vers Harfleur,
Et quand j’arriverai, je mettrai sur ta tombe
Un bouquet de houx vert et de bruyère en fleur.

Mañana, al alba

Mañana, al alba, al tiempo que en los campos aclara,
partiré. Ya lo ves, yo sé que tú me esperas.
Caminaré los bosques, las montañas severas.
Ya no resisto el tiempo que de ti me separa.
 Andaré, pensativo, puesta en ti la mirada,
sin oír lo que llama, sin ver lo que fulgura, 
solo, oscuro, encorvado, con las manos cruzadas,
triste, y para mí el día será la noche oscura.
 No miraré ni el oro que la tarde derrumba
ni las velas que al puerto van con lejano amor.
Y cuando haya llegado pondré sobre tu tumba
ramos verdes de acebo y de brezos en flor.

 Traducción de Alejandro Bekes

Adèle no falleció pero tuvo peor suerte. Enamorada hasta la obsesión de un militar francés, le siguió por medio mundo pese a no ser un amor correspondido. Cambió de nombre, mintió a sus padres acerca de su rechazo, se declaró una y mil veces hasta que el militar se casó con otra mujer. Amargada y deprimida acabó viviendo aislada sin que sus padres supieran donde, hasta que una mujer, al darse cuenta de quien era Adèle, se puso en contacto con Víctor Hugo. Murió a los 85 años de edad en un asilo, sola y loca.