Un adiós a Orhan Pamuk

Ante todo admiramos a los autores por los libros que han escrito, por supuesto. Con el paso de los años nuestros recuerdos de la época en que los leímos por primera vez y la nostalgia de los sentimientos que despertaron en nosotros, se unen a la admiración que experimentamos  en nuestra primera lectura. La afinidad que sentimos por el autor ya no solo se debe a que nos ha presentado una imagen del mundo que se nos ha grabado en el corazón, sino también a que ha formado parte de nuestro desarrollo vital y espiritual.

Otros colores. Orhan Pamuk.

Recuerdo la primera vez que leí a Orhan Pamuk (Estambul, 1952). Por aquel entonces era un escritor turco aspirante al Nobel de Literatura que sobrevivía en Turquía pese a los problemas políticos en los que se había metido por escribir y opinar sin tapujos. Al año siguiente – si mal no recuerdo – se lo concedieron. La onda expansiva tras el boom sueco llegó incluso a España, tierra árida en lectores. Recuerdo algún cartel publicitando sus novelas; también los escaparates de las librerías, que aprovecharon la ocasión para relanzar las novelas de un escritor que no había calado, ni caló, ni cala entre el gran público.  Recuerdo también que yo no quise leer ningún otro libro suyo porque el que había leído (El astrólogo y el sultán) me había decepcionado. Pero al final, al cabo de un par de años, en un largo viaje de verano, decidí leer un libro que me marcó en su día y al que he vuelto a ir en innumerables ocasiones: Estambul. Ciudad y recuerdos. Ese libro me alejó de los países por los que estaba viajando para llevarme directamente a Estambul. Fue ése el inicio de una larga lectura que duró años en mi mente y meses en la realidad. Leí todo lo que pude de él, aunque en el camino me dejé Nieve, todo un clásico en su obra.

Orhan Pamuk en su estudio.

Pamuk consigue con sus libros crear un ambiente paralelo al real. Su mundo, aunque está ambientado en una ciudad que puedes ver, oler y sentir, no corresponde a la realidad.  Él, más que un estilo propio, se ha creado un universo propio, donde los personajes se encadenan novela tras novela y los argumentos se repiten sin caer en la monotonía. Ese mundo paralelo alcanza su máxima expresión en la novela El Museo de la Inocencia. Todo lector que conozca la trayectoria literaria (y vital) de Pamuk encontrará en ella un lugar de convergencia, un lugar donde el estilo se define por completo y la grandeza del autor se muestra desnuda tras una prosa ágil, cuidada y aparentemente sencilla. Es tal la importancia que el propio autor da a esa obra que hace unos meses materializó la ficción en un lugar físico de Estambul. El Museo de la Inocencia existe; lo creó tras la publicación de la novela, rompiendo así la frágil línea que –en ocasiones – separa la ficción de la realidad.

El mundo de Pamuk se sustenta en dos pilares: el amor y Turquía. Parece como si el autor entendiera que no hay diferencia entre esos dos conceptos. Amor y Turquía, Turquía y amor: dos palabras que sin significar lo mismo resumen una misma reflexión. Entremezcla la decadencia de Turquía tras un pasado de gloria con la decadencia del amor tras un presente/pasado de felicidad. Pero no es un carácter meramente depresivo o autodestructivo el que enmarca su estilo. Pamuk busca algo de felicidad entre la decadencia, como si en el mundo de los desposeídos de toda gloria la felicidad compartiera raíz con la causa de la decadencia. El duelo entre opuestos, la dialéctica, no tiene cabida en sus novelas. La síntesis no existe porque no queda claro qué es la tesis y la antítesis; son conceptos mezclados.

El análisis sentimental del ser humano es otro rasgo en su estilo. En primera persona se sumerge en la vida de sus personajes hasta sacar de ellos lo máximo que pueden dar: sus pasiones, sus odios, sus miedos o sus sueños. Exprime la parte más sentimental de los personajes, consiguiendo con ello que el eje argumental de sus novelas no sea la historia que leemos, sino el sentir de sus personajes hacia la historia que protagonizan. Esos personajes resultan ser excesivamente parecidos entre sí, dándonos a entender que no son más que una prolongación ficticia de su autor. No obstante, Pamuk consiguió desligarse de sí mismo en Me llamo rojo, creando una obra difícil, negra, histórica y romántica, en donde todos los personajes hacen de narradores. No es común el uso de múltiples narradores, ni tampoco que el lector los asuma con naturalidad. La ventaja que encontró utilizando múltiples narradores en primera persona fue la de ofrecer una visión completa y “objetiva” de toda una historia. No deja de ser curiosa la forma en la que está narrada esta novela en comparación con las demás. A Pamuk le cuesta desprenderse de sus vivencias, por eso el uso de la primera persona le resulta tan cómodo al narrar historias sustentadas en aspectos autobiográficos. En Me llamo rojo parece que se esforzó por huir de sí mismo, y lo logró, ya lo creo que lo logró, aunque la primera persona del singular le obligara a encontrar – sin desprenderse de ella – nuevas formas narrativas.

Posando en El Museo de la Inocencia. Estambul.

Pamuk es un apasionado de la literatura. Siendo estudiante de arquitectura dejó todo y se puso a escribir como si le fuera la vida en ello. Por eso siempre me ha parecido un niño de papá que, aprovechando la riqueza de su familia, hizo lo que le vino en gana. Pero ese tiempo de vacío no fue fácil para él ni para su familia. Pamuk trabajó duro durante años hasta que consiguió que su primera novela viera la luz; rozaba los treinta y el fracaso estaba a la vuelta de la esquina. Al final lo consiguió con Cevdet Bey y sus hijos (inédita en castellano). Se convirtió en el escritor turco de referencia al crear un nexo entre oriente y occidente, logro que le acarreó serios problemas políticos. En Otros colores es posible leer entrevistas y artículos en los que queda claro su posicionamiento político y los problemas que tuvo antes de ganar el Nobel.

Dije adiós a Pamuk hace tres años, cuando tenía veintiún años. Me leí La vida nueva y no me aportó nada. Sus páginas caían de nuevo en el mismo eje argumental, en la misma angustia y los mismos sentimientos de algunas de sus novelas, como El libro negro. Pensé que a Pamuk le había marcado tanto un suceso de su adolescencia que nunca sería capaz de liberarse de él a la hora de escribir. Pensé que su vida y su obra se alimentaban la una de la otra. Pensé que ya era hora de dejar a ese autor por un tiempo y cambiar de vida. Pensé que el exceso de sentimentalismo cansa, más en literatura. Pensé que Pamuk utiliza la literatura como terapia y al lector como psiquiatra mudo. Pensé demasiadas cosas y acabé por olvidar a Pamuk. Sin embargo, el otro día, en una situación que no viene al caso, me preguntaron por mi autor preferido. Tenía a ocho personas esperando una respuesta y no se me ocurrió nombrar a otro distinto a Pamuk. Ese día me acordé de él, del invierno que pasé leyendo sus novelas y de cómo acabé por identificarme con el capítulo 34 de Estambul. Ciudad y recuerdos, La infelicidad es odiar la ciudad y odiarse a uno mismo. En ocasiones releo fragmentos de esas memorias y pienso que con ellas consiguió acercarse a un montón de desconocidos al tiempo que se distanciaba de su familia. Valoró más su obra que su vida privada. Lanzó al mundo unas memorias como si el mundo fuera ciego o no tuviera dedo con el que señalar. Pamuk sufrió y sufre la enfermedad del escritor, ésa que hace pensar que nada de lo que se escribe será leído por alguien. ¿Qué más da despojarse de la vida si con ella se crean otras?  ¿Qué más da ser un nombre en una portada? ¿Quién es Orhan Pamuk? ¿Qué será? ¿Alguien recordará que vagaba por Estambul cuando la noche ya era cerrada? No, nadie recordará eso. Nada será recordado. Ojalá no hubiera leído nada suyo, aún tendría algo que descubrir.

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Las calles de Beyoglu, sus rincones oscuros, el deseo de huir y el sentimiento de culpabilidad parpadeaban en mi mente como luces de neón. Tal y como podía percibir en los momentos de rabia y sentimentalismo excesivos, esas calles de la ciudad que tanto amaba, medio oscuras, medio atractivas, sucias y malignas, hacía mucho que habían ocupado el lugar de ese segundo mundo al que antes podía escapar. Supe que esa noche no estallaría una discusión entre mi madre y yo, que poco después cruzaría la puerta, huiría a la calles, que me darían consuelo, y que después de caminar largo rato regresaría a casa a medianoche y me sentaría a mi mesa para intentar extraer algo del ambiente y de la química de aquella calles.

–          No voy a ser pintor – dije –. Seré escritor.

Estambul. Ciudad y recuerdos. Orhan Pamuk

Claraboya

El caso de Claraboya, la novela póstuma de José Saramago (Portugal, 1922; España, 2010. Premio Nobel de Literatura 1998), es otro ejemplo de estrategia editorial. El libro, escrito cuando Saramago tenía 31 años, fue rechazado en su día por la editorial. Utilizar el verbo rechazar quizá es demasiado generoso, más propio sería decir “rechazaron sin contestación”. Saramago, ilusionado con su segunda novela, dio en mano Claraboya a un amigo para que la llevara a la editorial, donde tenía algún contacto. La respuesta llegó 36 años después, cuando ya era un escritor consagrado a nivel internacional. Según la editorial, el manuscrito se había perdido en las oficinas, encontrándolo en 1989 gracias a una mudanza. Saramago, al recibir la llamada de la editorial contándole esa historia, no aceptó la propuesta de publicación, pero recogió el manuscrito y Pilar (su mujer, compañera y traductora al castellano) lo guardó hasta su muerte . Dice Pilar que le insistió para publicar la novela nada más recibirla. Él no quiso. Se negó incluso a releerla, aunque dejó la puerta abierta a la publicación para cuando ya no estuviese. Seguramente, el recuerdo de aquella novela rechazada en silencio por la editorial le provocaba demasiado dolor, demasiadas visiones de un pasado vacío de Literatura, demasiada vida invertida en otras actividades… dos largas y vacías décadas.

La editorial rechazó un texto muy bueno aunque comprometedor para la época en la que tendría que haber sido publicado. Saramago nos sumerge en la vida diaria de un edificio portugués en el Lisboa de los años 40. Ofrece unos personajes definidos y muy diferentes unos de otros para crear un cuadro de la vida en aquellos tiempos grises. Primero pasea la mirada por cada vivienda para después crear conflictos dentro de ellas. Así nos encontramos a la mujer sumisa casada con el marido bruto y violento; al matrimonio convencional con una hija que escapa de sus clases de taquigrafía para ver al novio no aceptado por la familia; al zapatero culto amigo de su joven inquilino, un chico que desea exprimir de la vida aquello que otros no han podido; a las mujeres unidas por un amor rechazado por la sociedad; al padre de familia amargado por no llevar la vida que hubo imaginado, pagando su fracaso con su hijo, al que apenas mira, con su mujer, a la que no puede o no sabe amar; a la mujer mantenida, la que pasa las horas del día esperando a que su marido entre por la puerta, sin más aspiración que satisfacer las demandas de un machista que no la quiere.

No es una novela política, de denuncia o reflexión, ni mucho menos. No obstante, Saramago no aparta la mirada de sus personajes para exprimir al máximo sus miserias. Pienso en la novela y me imagino un edificio antiguo, gris, viejo y triste. Tristeza, es la palabra que más se adecua a esas páginas.

Leer Claraboya es hundirte en la cama con sus personajes haciendo tuyas sus miserias, sus fracasos, sus golpes y la templanza con la que los aguantan y siguen viviendo. Dejas de leer Claraboya y no tienes la sensación de acabar un libro, o de dejarlo durante un tiempo, sí de que esas páginas no conforman una novela, sino una fotografía de un pasado que perdió el blanco y negro para ganar el color. Ese edificio sigue existiendo, esas vidas siguen sustentándose en la sinrazón de la simple existencia, esos sueños rotos van tomando cada vez más color…

Reflexiones en torno a Philip Roth

Según Philip Roth (EEUU, 1933) no hay esperanza. Esta vida, tal y como se nos presenta, no deja cabida a la esperanza. Estoy vacío por los sueños traicionados y las personas que desaparecieron, llegó a decir en una entrevista cuando le preguntaron por su obsesión por la muerte. Yo diría que la desesperanza y el humor ácido son la clave de sus libros, la marca que le hace incomparable. Leer un libro suyo te deja agotado pero con ganas de más, te hace reír, odiar y entender por qué es el eterno candidato al premio Nobel: no existe escritor actual capaz de mover los cimientos de una sociedad como él lo hace. Es transgresor con su monólogo íntimo; irónico, ácido, natural e ingenioso con sus diálogos (La lección de anatomía contiene los mejores diálogos que jamás haya leído); crítico con sus libros ambientados en una determinada época política; y duro porque ninguna de sus novelas te permite cerrar el libro con una sonrisa en la cara.

Philip Roth representa, para mi gusto, el tipo de literatura que debe existir. Estoy cansado de entrar en una librería con paredes infestadas de libros para matar el tiempo, libros que contienen historias que no representan nada, ni dicen nada, ni te provocan la más mínima sensación. El 90% de los libros que se venden sobran porque dentro del 10% restante hay un 5% que reproduce exactamente ese 90%. Historias bonitas con final feliz, historias tristes con final de llanto, historias vacías de mil páginas e historias copiadas de otras historias ya escritas. Esos libros pretenden transformar lo cotidiano en una historia de interés. Y no hablo al tuntún, sólo es necesario voltear los libros de “novedades” para empezar a leer cosas como: María es una mujer viuda que acababa de perder a su hijo. Tras unos años de depresión descubrirá, gracias a su psiquiatra, que su hijo sigue presente en todos y cada uno de los pequeños detalles de la vida. // Rubén y Laura son dos jóvenes enamorados separados por la distancia. Él vive en Japón y ella en Italia. Moverán cielo y tierra para encontrarse. // Cristóbal estaba solo, o al menos eso pensaba hasta que un día, cuando iba  cruzar la calle, una ráfaga de aire le recordó aquellos viejos momentos.

Si quieres una historia de amor, lee El Museo de la Inocencia; si quieres una historia triste, lee La sombra del ciprés es alargada; si quieres una historia de amistad, lee Campo de amapolas blancas; si quieres guerra, ahí está el desconocido Denis Johnson esperando a que te atrevas con su Árbol de humo; si quieres novela histórica, lee Guerra y Paz ;si quieres saber lo que es sufrir, lee Los Miserables. Pero si lo que quieres es leer la típica historia de amor, de tristeza o de amistad, por poner unos ejemplos, entra en la primera librería que veas y escoge al azar el primer libro que encuentres en «novedades», por un módico precio de veinte euros tendrás papel con el que limpiar el suelo cuando tras su lectura vomites.

A Philip Roth nunca le he visto en «novedades». Ignoro si en España son muchos los lectores que le leen, o si son muchos los lectores que le conocen pero no le leen, o si es un completo desconocido… me da igual. En España somos malos lectores porque consentimos que gente como Nuria Roca (presentadora TV, o eso dice), Dani Martín (actor, cantante, escritor, guapo… todo un fichaje), Boris Izaguirre (…) o Ana García-Siñeriz (periodista, presentadora y madre que considera necesario escribirnos sus experiencias) publiquen sus pensamientos. Si es que ya lo dice Philip Roth, no podemos tener esperanza en el mundo.

Todo esto me ha recordado a un libro suyo (Zuckerman desencadenado) en el que Zuckerman – uno de sus dos alter ego, el otro es David Kepesh – tiene que huir de un pésimo escritor novel. En esa novela Zuckerman hace de un escritor al que las críticas le han obligado a recluirse en un pequeño apartamento. Ese argumento tiene bastante de autobiográfico ya que Philip Roth, tras la publicación de El mal de Portnoy (1969), tuvo que desaparecer de la escena al recibir una avalancha de críticas por parte de judíos (le etiquetaban de antisemita) y de la sociedad en general (se consideraba que el libro era pornográfico, supongo que por escribir polla, coño, follar y eyaculación, si no no se entiende. De todos modos, ¿qué pasa si es pornográfico?, ¿acaso la historia que narra no necesita de esos términos?). Lo más curioso de todo es que ese libro ahora está considerado como una de sus novelas claves… ¿hay lugar para la esperanza?

Philip Roth ha recibido críticas prácticamente con cada libro nuevo publicado, sin embargo, es considerado el mejor escritor estadounidense y uno de los mejores escritores del mundo. Ha conseguido ser publicado en vida por la colección Library of America, la máxima distinción que puede recibir un escritor en Estados Unidos. Sólo le falta conquistar el Nobel de Literatura, y estoy casi seguro que de aquí a unos años por fin se lo darán.

Por desgracia, Philip Roth se hace mayor y en algún momento morirá. La gran mayoría de los escritores que me gustan están muertos o les queda poco de vida. Pero tengo la esperanza, esta vez sí, de que venga una nueva generación de escritores malditos que interpreten la realidad y no me la cuenten, porque que el cielo es azul ya lo sé yo, y que se llora cuando se está triste también. Necesitamos escritores que rompan con lo establecido, que siembren la duda para recolectar las respuestas, que su lectura no esté hecha para pusilánimes y que con sólo una frase puedan ponerte los pelos de punta.

Estambul. Ciudad y recuerdos

No hace falta viajar a Estambul para sentir lo que sus calles grises transmiten, o para oler las especias de los bazares, o para hacer propia la soledad que produce  ser una ciudad que mira a oriente y a occidente sin sentirse identificada con alguna de las dos regiones, o para sentir la amargura de vivir entre ruinas de un pasado esplendoroso.

Estambul

Orhan Pamuk (Estambul, 1952. Premio Nobel de Literatura 2006) plasma con un estilo aparentemente sencillo sus primeros veinte años en Estambul en su novela autobiográfica Estambul. Ciudad y recuerdos.  En ella hace una combinación delicada de vivencias, recuerdos, Historia y sensaciones que sumergen al lector en esa ciudad que el propio Pamuk percibió como cárcel durante años. Revisa su vida  desmenuzando situaciones íntimas de su familia (razón por la cual tuvo serios problemas con ella tras la publicación del libro) y haciendo un profundo ejercicio de recuerdo. Sus recuerdos están totalmente ligados a Estambul, no por ser sólo su ciudad natal, donde creció y vivió hasta “escapar” a Nueva York, sino por la relación de amor-odio que le une a ella. Amor por ser fuente de inspiración, lugar de juegos con su hermano (también peleas), por los paseos en el Ford Taurus de su padre los fines de semana, por el Bósforo, ese Bósforo que Pamuk observa desde su ventana y lo dibuja, y cuenta barcos, y lo fotografía. Odio por no comprender cómo esa ciudad que años atrás fue capital de uno de los más prósperos imperios – el Imperio Otomano (1299-1923) – cayó hasta lo más profundo del olvido.

A lo largo de las páginas, narra una infancia feliz en una familia acomodada y europeizada, con una madre tierna y un padre casi ausente (negocios decía la madre, cuando la realidad es que pasaba más tiempo con su amante que con su familia). A pesar de esto último, Pamuk guarda un buen recuerdo de él y en ningún momento le reprocha nada.

En su niñez descubre lo que sería su vocación hasta dar con la escritura: la pintura.  Esa afición le llevó a cursar estudios de arquitectura, que no acabaría para poder dedicarse a tiempo completo a la literatura.  Esa decisión, o más bien los meses previos a tomarla, abarca varios capítulos. Para mi gusto es la mejor parte del libro ya que  se ve una clara confrontación entre intereses (intereses personales e intereses “profesionales”). Pamuk lucha contra lo que se espera de él (que se haga arquitecto para mantener el estatus de una familia ya en decadencia). Esto le lleva a mantener calurosas discusiones con su madre, paseos nocturnos por Estambul, problemas en la universidad y con sus amigos. En esas páginas se puede ver el nacimiento de un escritor y los problemas que ello conlleva; sin embargo, a diferencia de otros escritores cuyos inicios fueron excesivamente duros (económicamente hablando), Pamuk no tuvo problema en dejar la universidad con veinte años y pedir a sus padres un estudio para poder escribir.

Es conveniente destacar el capítulo dedicado a su primer amor (Rosa Negra) puesto que  resulta imprescindible para comprender la obsesión de Pamuk por perder a un amor, tema central de algunas de sus novelas. En ese capítulo presenta la historia de su primer amor y de cómo desapareció de un día para otro. Cuenta las tardes que pasaba con ella en un pequeño estudio que Pamuk tenía para pintar – que recuerda excesivamente al piso en el que Kemal y Füsum se encontraban en El Museo de la inocencia – y de cómo el padre de Rosa Negra, al enterarse del romance, trasladó a su hija fuera de Turquía y Pamuk nunca la volvió a ver – desaparición que es el eje argumental en La vida nueva, El Museo de la Inocencia y El libro negro

Leí Estambul. Ciudad y recuerdos un par de años antes de viajar a Turquía. Cuando paseé por sus calles tuve la sensación de haberlas conocido antes, entre líneas, supongo, a través de los ojos de Pamuk y de las fotografías que acompañan al libro. Lo releí a la vuelta, y luego otra vez; y cada vez que repaso alguno de sus capítulos descubro algo nuevo. Es un libro de mesilla para escapar de la habitación y pasear, sin mojarte, por el Estambul gris y lluvioso de Pamuk.