Eva y Adán

Y Dios creó a la mujer, a su imagen y semejanza creó Dios a la mujer. Y salió Eva de entre el barro, y escupió sobre él sin saber que ese barro la mancharía por los siglos de los siglos. Y después tocó su cuerpo bello y perfilado ignorando que sus suaves manos en lija se convertirían. Y sintió su pelo sobre la espalda, esa que doblaría hasta el fin de la humanidad. Y agarró sus senos con ternura sin saber que de ellos mamarían los hijos malditos de la Historia.Y Eva, entonces, miró hacia el cielo azul: lo imaginó infinito y lo percibió límpido. Horas más tarde lo volvió a mirar y una estrella fugaz cruzó de un lado a otro dejando una estela blanquecina. Eva sonrió y pidió un deseo. Después durmió bajo un árbol.

A la mañana siguiente, Eva, se despertó con un fuerte dolor en uno de sus costados. Se palpó con cautela pues desconocía qué era el dolor, y ese malestar aumentó. Buscaron sus ojos la fuente de aquella extraña sensación, pero ni herida ni rotura encontraron. La pobre Eva, entendiendo por primera vez qué era el dolor, se inclinó apoyando sus pulcros codos sobre la fresca y verde hierba que había bajo el árbol, y analizando más en detalle el lugar de donde manaba la intensidad del dolor, susurró – seguido de una indicación con el dedo índice – un me duele aquí que entristeció hasta a la serpiente que siseaba a su vera. Pero, lejos de lo que ella pensaba, el punto que tocó se encontraba vacío, y es que una costilla a Eva le faltaba.

De repente, de entre la maleza, apareció un hombre desnudo con un pequeño y sucio cerdo bajo el brazo.

– ¿Quién eres tú? – preguntó Eva asustada.

– Adán – contestó aquel fornido hombre.

– ¿Y qué haces aquí?

– Cazar – respondió Adán señalando al puerco que agarraba con el brazo.

– ¿Y de dónde has salido? – preguntó Eva sorprendida. Y es que no era para menos puesto que sus ojos nunca había visto a un hombre.

– Creo que de ahí – contestó Adán indicando con su dedo el pecho de Eva.

Así que Eva entendió por qué le dolía el costado. Adán, el hombre que iba a compartir aquel hermoso paraje con ella, había nacido de una de sus costillas, cumpliéndose así el deseo que ella pidió la noche anterior: la compañía.

– Prepara fuego – dijo Adán a la par que lanzaba el cerdo a la sombra de Eva. Después añadió: – prepara fuego y cocina el cerdo que he cazado. Yo voy a crear instrumentos para poder cazar animales más grandes.

– ¿Para qué queremos animales más grandes? – preguntó inocentemente Eva mientras buscaba palos y yesca con los que encender fuego.

– Para comer más – contestó secamente Adán.

– Pero con un cerdo tenemos más que suficiente; además – dijo Eva alegremente y señalando a su alrededor – mira todos los frutos que hay a nuestro alcance. Podemos vivir comiendo esos frutos y de vez en cuando saciar nuestra gula sirviéndonos un gorrino.

Adán, sin escuchar las palabras de Eva, corrió hasta un claro donde la madera abundaba y las armas parecían estar ya fabricadas.

No acabó de reunir unas cuantas lanzas y alguna que otra piedra cuando Eva, al grito de ya está la comida, llamó a Adán. Comieron gustosos bajo la sombra del frondoso árbol la comida que Adán había cazado y Eva cocinado. Después, cuando todavía tenían los labios manchados de grasa y la tripa hinchada, se acurrucaron como dos ovillos entrelazados.

–¿Qué es eso que te cuelga, Adán? – preguntó Eva señalando el pene del joven Adán.

–¿El qué?

– Eso que te cuelga de entre las piernas. Yo no lo tengo.

Adán comparó ambas entrepiernas y dijo:

– Pues no lo sé. El cerdo también lo tenía.

– ¡Mira! – exclamó Eva – se está moviendo.

Y era verdad: el pene de Adán se movía con asombrosa facilidad y acabó por aumentar cuantiosamente su tamaño.

Eva miró con una mezcla de deseo y curiosidad aquel pene, y Adán, preso de una fuerte excitación tomó a Eva entre sus brazos y la besó. Bajo la sombra del árbol y saciados de carne, Eva y Adán juntaron sus cuerpos. Y así fue como dos seres humanos, por primera vez, disfrutaron de sus cuerpos bajo la atenta mirada de un tercero.

Bien es sabido que el ejercicio produce fatiga y más si éste se realiza después de haber engullido un cochino. Así que, Eva y Adán, durmieron abrazados soñando con su nuevo compañero.

Adán se despertó cuando el Sol todavía estaba alto sobre el horizonte. Fijó su mirada en un árbol que, a simple vista, parecía imponerse al resto en altitud y en fácil escalada. Se acercó a él y trepó hasta su copa. Desde allí podía observar el vasto campo donde vivían y el cerco que los mantenía aislados del exterior. Juntó unos cuantos maderos, y con maña más que fuerza fabricó una escalera. Así, se dijo, la próxima vez que quiera subir, me costará menos esfuerzo. Adán montó tanto alboroto al acabar su pequeña obra que Eva se despertó sobresaltada pensando que su inquieto amado se encontraba en apuros. Corrió hasta el árbol y jadeando preguntó:

– ¿Por qué gritas Adán?

– ¡No grito! – gritó eufórico –. Mira lo que he construido para subir al árbol.

– ¿Y para qué quieres eso si puedes subir trepando?

– Porque así tardo menos, Eva.

Eva quiso preguntar que para qué quería tardar menos en subir un árbol, total, tenían todo el día, todo el tiempo que desearan para practicar lo que a ellos les viniera en gana: subir árboles, coger frutos, comer cerdos, hablar con la serpiente que pululaba cerca del árbol, hablar, quererse…Pero no quiso parecer corta de mente y esperó a que Adán dijera algo que le acercase a la respuesta de su pregunta. Y Adán, como no, tardó escasos segundos en explicar el objetivo de su pequeña gran obra.

– Desde aquí podré vigilar nuestro territorio; así ningún intruso entrará sin que nosotros queramos.

– Pero Adán – dijo Eva intentado parecer comprensible –, es que en “nuestro territorio” ya viven más animales. Está la…

– Me refiero a intrusos como nosotros – interrumpió Adán –. Intrusos que quieran venir a nuestro territorio.

– ¿Y qué más da que vengan? – preguntó la inocente de Eva –. Así seremos más y lo pasaremos mejor.

– ¡No! –gritó enloquecido Adán –.Debemos proteger lo que es nuestro. Si vienen más nos quedaremos sin cerdos y no tendremos comida.

– Hay cerdos Adán…muchos cerdos, por compartirlos nada va a pasar.

Adán no escuchó las sabias palabras de Eva y se quedó pensativo analizando el muro que les separaba del exterior.

Las mañanas las dedicaban a recolectar y cazar: mientras Eva recogía los frutos de los cercanos arbustos, Adán, con lanza en mano, iba en busca de los indefensos cerdos. Comían bajo la sombra del manzano y después dormían hasta dejar de sentirse llenos. Por la tarde, paseaban cogidos de la mano y hablaban, como cualquier pareja, sobre sus proyectos de futuro.

Un buen día, después de comer, Adán decidió dejar a Eva dormir en soledad para poder analizar, más en detalle, aquel muro que les separaba del exterior. Le preocupaba en exceso el que unos intrusos pudieran saltarlo para robar los cerdos. Subió a su árbol de vigilancia y pasó la tarde entera pensando en cómo hacer para evitar el asalto. Cuando comenzó a caer la noche, Eva decidió ir en busca de su amado. Estaba preocupada por si se había hecho daño cazando algún cerdo o creando nuevas armas para cazar. Pero es bien conocido que Eva no encontró a Adán devorado por los cerdos o herido por sus propias armas, sino armado de paciencia levantado un muro más alto.

– ¡Adán! – gritó Eva -. ¿Qué haces ahí arriba?

– Elevar este muro. Así ya no podrán pasar.

– ¿Quién?

– Los intrusos.

– Pero si no hay intrusos. ¡Anda!, déjalo y disfrutemos de este paraíso.

– Este paraíso no es un paraíso – dijo Adán recalcando la palabra paraíso –, si no me siento seguro dentro de él.

Será mejor que le deje hacer lo que quiera, pensó Eva, levantar un poco más el muro no nos hará ningún mal.

La obra le llevó a Adán dos semanas. Ahora, ningún hombre podría entrar a su terreno a no ser que llevara una escalera como la suya, cosa improbable, según él, puesto que era su invento.

Los días transcurrieron sin apenas incidentes. La elevación del muro trajo a Adán tranquilidad y seguridad, provocando, a su vez, una mayor atención hacia Eva. Por supuesto, Eva, pese a no sentirse cómoda con un muro tan alto, aceptó la obra al sentirse más querida en tanto en cuanto el muro ascendía. Pero los paraísos sentimentales no son eternos, y éste lo demostró por primera vez en la Historia.

No pasó un mes desde la construcción del muro, cuando en la cabeza de Adán una preocupación empezó a fraguarse.

– ¿En qué piensas todo el día? –preguntó Eva tras una copiosa comida.

– En nada – contestó Adán fríamente mientras observaba su muro a lo lejos.

– A mi no me engañas. Ya no disfrutas cazando cerdos y has dejado de afilar tus armas. Algo te pasa, dime qué es.

– Observo a los animales – dijo Adán señalando un grupo de cerdos retozar cerca de un arbusto -. Ellos tienen lugares donde esconderse.

– ¿Y qué?

– Que nosotros no. Dormimos bajo la sombra de este árbol.

– ¿Para qué queremos tener otro lugar? Este está bien.

– Pero ellos se esconden por la noche…les he visto.

– No sé, Adán. Si quieres podemos buscar un sitio donde escondernos, aunque se está muy bien en este lugar: la hierba es verde y fresca, tenemos el manantial cerca, tu árbol… además, desde aquí puedes vigilar tu muro – dijo Eva intentando persuadir a Adán de su nueva labor.

– ¡No! –gritó Adán -. ¡Quiero un lugar donde esconderme!

– De acuerdo, empieza mañana – susurró Eva bostezando – ahora durmamos.

– Empezaré ahora. Así, cuando amanezca, tendremos donde escondernos.

– Vale, vale…como quieras.

Eva se acomodó bajo el árbol y Adán comenzó a trazar su nuevo plan. Haría un refugio con troncos de árbol tan alto como el doble de su cuerpo. Cuando empezó a talar el primer árbol, un hombre de mediana estatura, pelo blanco y barba de varios años, apareció de entre unos arbustos cercanos.

– ¿Se puede saber qué haces Adán? – preguntó aquel extraño hombre.

Adán se sobresaltó y a punto estuvo de lanzar una piedra contra el viejo intruso. Sin embargo, la curiosidad por saber cómo había sobrepasado su muro pudo más que el instinto de supervivencia.

– ¿Quién es usted? – preguntó – ¿Cómo ha conseguido saltar mi muro? ¿Cómo sabe mi nombre?

– Adán, Adán…eres más tonto de lo que yo pensaba. Suelta esa piedra y escucha mis palabras.

El pobre de Adán estaba confundido, así que calló y esperó a que el hombre dijera algo.

–Yo soy Dios. Soy el que te ha creado a partir de una costilla de Eva. A ella la creé a partir del barro del suelo. Creé todo lo que hay a tu alrededor, desde el agua hasta los árboles, desde los granos de arena hasta los animales.

– ¿Los cerdos también?

– ¡Por favor, Adán! – gritó Dios – ¡compórtate y haz preguntas más serias!

– Vale…disculpe.

– No tiene importancia. Como te iba diciendo, yo he creado todo para vosotros, para que viváis en armonía con la naturaleza, felices y sin preocupaciones.

– ¿Y por qué?

– ¿Qué quieres decir?

– Que por qué se molestó en crearnos, y en crear todo esto – preguntó Adán señalando a su alrededor.

– Pues…quizá…- susurró Dios – ¡no lo sé! Te he creado y no hay más discusión acerca del tema.

– ¿Y cuánto tardó en hacer todo? Lo digo porque yo estuve dos semanas para mejorar el muro que dejó a medias.

– ¡No dejé ningún muro a medias! Ese muro no sirve para nada. Estáis solos.

Adán sonrió irónicamente. Dios parecía engañarle, o, lo que es peor, quería gastarle una broma.

– Escucha Adán – dijo Dios – he venido sólo para decirte que puedes hacer lo que quieras. Si quieres cazar, caza; si quieres dormir, duerme; si quieres levantar el muro, levántalo; si quieres hacer una casa, fabrícala. Pero también te digo otra cosa: no comas, bajo ningún concepto, del fruto que da el árbol bajo el que dormís.

– ¿Se refiere al fruto rojo?

– Si. Es un manzano.

– Pensábamos que era malo para nosotros. Eva un día quiso comer, pero al verlo de un color tan llamativo decidió dejarlo en su sitio.

– Eva es una mujer inteligente, mejor sería para ti que la hicieses más caso.

– Una última pregunta, Dios.

– Dime Adán.

– ¿Por qué no podemos comer de ese árbol?

– Porque es mío.

– Entonces, ¿para qué lo puso aquí?

– Adán…mi querido Adán – dijo Dios con voz tierna, como la de un padre – haces preguntas de idiota. Escucha mis palabras: haz lo que quieras, pero no comas del árbol. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

Dios desapareció tal y como había llegado: haciéndose hueco entre los arbustos. Pero, a pocos metros, se quedó enganchado con una rama y Adán tuvo que ayudarle a liberarse de ella.

Adán trabajó duro toda la noche. Sin embargo, pese a estar alienado por un trabajo absurdo como es el hacer una casa en un paraíso, su mente recorría una y otra vez las palabras de Dios: haz lo que quieras, pero no comas del árbol. ¿Por qué ese árbol estaba prohibido? ¿Y por qué estaba prohibido si no era venenoso? La escasa lucidez de Adán no le permitió reflexionar más acerca del tema, así que, imitando prematuramente a sus descendientes, se dejó llevar por sus instintos más estúpidos y caminó con prisa hacia el árbol prohibido. Bajo el árbol se encontraba Eva, dormida, totalmente desnuda y con el cabello extendido sobre la hierba; su belleza destacaba sobre el entorno. Adán tuvo tentaciones de despertarla para ver juntos el amanecer, pero el ansia por conseguir aquello que todavía no había poseído pudo con él. Sonriente pero inquieto, alzó la mano hasta agarrar con fuerza una de las manzanas del árbol. Tiró de ella hasta que se desprendió de aquel dichoso árbol y, tras observarla con detenimiento, pegó un bocado y masticó. El jugo comenzó a manar de las entrañas de la manzana y Adán, emocionado, comió y comió hasta devorarla por completo. Cuando acabó, cogió otra, y después otra. Cuando su hambre ya estaba saciada, se acomodó bajo el árbol y durmió profundamente.

Eva abrió los ojos una hora después de que Adán comiese la fruta prohibida. Al observar los restos de las manzanas, pensó que Adán estaba muerto por haber ingerido el veneno del árbol.

– ¡Adán! – gritó – ¡Adán!

Adán se despertó y dijo:

– ¿Qué pasa?

– ¿Has comido del árbol? ¿Estás bien?

– Sí – exclamó Adán – He comido.

– ¿Y estás bien?

– No he estado tan bien nunca. Su sabor es dulce, su textura suave… ¡y refresca! Deberías probarla.

– ¿No me pasará nada? – preguntó la ingenua de Eva a la vez que cogía una manzana del árbol.

– No.

Eva pegó un bocado a la manzana y sonrió a Adán.

– Está muy bueno el fruto.

– Son manzanas – dijo Adán.

– ¿Cómo?

– Manzanas…o al menos eso me dijo Dios.

– ¿Quién?

– Dios; es el hombre que ha hecho todo esto. Mientras yo hacía nuestro refugio apareció de entre los arbustos y me dijo que él había fabricado, con sus propias manos, este paraíso.

– ¿Alguien como nosotros?

– Parecido…

No terminó Adán la frase cuando atisbó a Dios a escasos metros del árbol. Estaba de pie, apoyado sobre un bastón y con la mirada puesta en la solitaria pareja.

– ¿Quién ha comido de mi manzano? –preguntó con voz grave.

– No hemos comido del árbol – contestó Adán – tan sólo hemos cogido una manzana para observarla.

– Eres demasiado tonto Adán… ¡demasiado!

– ¿Quién es usted? – preguntó Eva.

– Es el hombre del que te he hablado – contestó Adán.

– Soy Dios – dijo Dios omitiendo las palabras de Adán.

– ¿Quién?

– Soy el creador de todo cuanto puedes ver – respondió Dios. Después añadió – y habéis desobedecido la única norma.

– ¿Cuál? – preguntó Eva ignorando de qué hablaba Dios.

– Eva – dijo Dios – mi querida Eva. Te creé ingenua porque no habría ser vivo en este paraíso que pudiera perjudicarte. Pero tu ingenuidad te llevó a pedir un deseo, el deseo de la compañía, y, consiguiendo la compañía, conseguiste también tu ruina. Adán es producto de tu costilla, y como producto no es más que un trozo de hueso.

– Pero yo quiero a Adán – dijo Eva – me gusta su compañía.

– ¡Tú qué sabrás! – gritó Dios – cada vez eres más ingenua. Como castigo os obligo a abandonar el paraíso. Vagaréis por el mundo buscando comida, agua y refugio. Procrearéis y vuestros hijos nacerán en un mundo hostil donde la única forma de sobrevivir será enfrentándose a los semejantes. Haré a los hombres violentos y con pocas miras, como es Adán, y las mujeres serán como tú, ingenuas y serviciales. Ese es vuestro castigo.

– Por favor, no haga eso –dijo Eva – fui yo la que comí del manzano. ¿Mi sinceridad no paga el castigo?

– Aunque aprecio tu sinceridad, el castigo será igual de duro para vosotros. Sin embargo, daré una oportunidad a la humanidad: una minoría de mujeres y hombres lucharán por cambiar el mundo que la mayoría habrá creado.

– Pero…- replicó Adán.

– ¿Pero?… ¡nada! Ya está todo dicho.

Dios chasqueó los dedos y en menos de un segundo Eva y Adán se encontraban fuera del paraíso. Primero observaron el vasto desierto que se extendía en torno suyo, y después se abrazaron para consolarse mutuamente.

– Tranquila –dijo Adán – podremos volver sin que Él se entere.

– ¿Cómo? Construiste un muro demasiado alto para saltarlo. Caminemos.

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